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Último acto: Octubre

La abigarrada turba de lugareños se apretujaba en la plaza del pueblo como buitres al acecho, aunque si alguien les hubiese acusado de anticiparse con sádico placer al espectáculo de ver quemar a una joven, seguramente lo habrían negado con vehemencia. A pesar de un vago sentimiento de agitación mal contenida, hubieran dicho que consideraban un deber asistir a un acto de justicia, como era aquel.

El viento helado de octubre agitaba las hojas otoñales en los árboles de la calle principal de la población, y hacía que los curiosos se arrebujasen en sus rústicas prendas de confección casera.

El centro de las miradas: una bonita muchacha que no parecía haber cumplido aun los veinte años, vestía solo un tosco camisón blanco, y se estremecía también de frío, a la vez que se agitaba levemente entre las ligaduras que la ataban con fuerza a la estaca.

El caballero Pilkington, que se designaba a sí mismo como “cazador de brujas”, aparecía sentado sobre la silla de su yegua baya, con una expresión justiciera en el rostro. Él había sido el responsable de que se llevara aquella pecadora criatura ante la justicia.

Consciente de la figura imponente que ofrecía, así como el temor y el respeto con que la gente le contemplaba, el caballero Pilkington exclamó:

—¡Sí, bien puedes estremecerte, Meg Clayton, aunque pienso que dejarás de temblar cuando las ávidas llamas limpien el pecado que llena tu alma!

La invectiva, lanzada en beneficio de la muchedumbre de curiosos, hizo que éstos estallasen en vociferaciones e histéricas exclamaciones de aprobación.

—¡Vamos, que la quemen de una vez! —gritó una voz desde las filas de atrás, lo que alzó de nuevo una tempestad de gritos.

—¡Sí, que la quemen! ¡Quemad a esa bruja!

Las ejecuciones públicas de hechiceras habían ocurrido siempre en poblaciones más importantes, situadas a bastante distancia. Era la primera vez que se realizaba uno de estos actos en el pequeño villorio de Bloomsbury, lo cual hacía que los naturales del lugar se sintieran sumamente importantes. El hecho de que la acusada fuese una mujer joven y hermosa, había atraído a los moradores de poblados vecinos desde muchas millas a la redonda, lo cual contribuyó notablemente a engrosar la cantidad de espectadores.

Celosas amas de casa contemplaban indignadas a la pretendida bruja, y comentaban la indecencia de la muchacha al presentarse con un atavío tan exiguo. No se les ocurría que la pobre chica no aparecía así por su voluntad, sino que aquella era la única prenda que le habían suministrado.

Los chiquillos contemplaban con los ojos muy abiertos todo cuanto sucedía, al tiempo que se apretaban contra las voluminosas faldas de sus madres, mirando algunos tímidamente desde detrás de ellas.

Los hombres exhibían una especie de sombría satisfacción, al comprobar que se hacía justicia, por más que sintieran en secreto un sentimiento de piedad por la indefensa muchacha. Mas desechaban este sentimiento, pensando que era el hechicero atractivo de la joven lo que infundía en ellos aquella emoción, deleznable.

Mozos de ávidos ojos, situados más atrás, estiraban el cuello y se empujaban unos a otros para echar una mirada a aquella perversa belleza que había sido sentenciada a muerte por practicar la brujería.

El caballero Pilkington desmontó a continuación y avanzó a través de la plaza para encender él mismo la hoguera. Un silencio opresivo cayó sobre la multitud. El viento susurrante era lo único que se oía en la plaza. Meg se afirmó contra la estaca, con fría calma, manteniendo en alto la cabeza.

La mano del caballero Pilkington vaciló antes de acercar la antorcha encendida al montón de ramas y leños que rodeaban a la presunta hechicera.

—¿Te arrepientes, Meg Clayton? —preguntó con voz tonante para que lo oyeran los lugareños—. Si te arrepientes ahora, la merced te será concedida en el otro mundo.

La joven agitó negativamente la cabeza y su cabello negro onduló como una cascada a impulsos del viento. Luego apartó la mirada para fijarla un largo rato en la multitud.

—¡No, no me arrepiento! —repuso con voz lenta y deliberada, después de lo cual volvió sus ojos verdes y fulgurantes hacia el caballero, y agregó—: ¡Y vos, caballero Pilkington, que me habéis traído a este fin, sabed que el simple fuego no me detendrá! De aquí a nueve días, durante el Sabbat de las brujas, yo volaré en alas del viento. Cuando oigáis mis carcajadas dominando el aullido del vendaval, entonces seréis vos quien tendrá motivos para estremecerse. Podéis quemar mi cuerpo, pero mi espíritu sobrevivirá a través de los tiempos, integrándose en objetos animados e inanimados, para llevar la venganza contra vos y los vuestros. ¿Creéis acaso que quemar a una bruja acabará con la brujería? No, el demonio siempre ejercerá su influjo sobre el mundo, tomando las más diversas formas, incluso como ingeniosos progresos, que la humanidad llama inventos. Yo podré utilizarlos sutilmente en mi beneficio, para exterminaros finalmente hasta el último de vuestra familia. ¡Os maldigo a vos y a las futuras generaciones que os sucedan! ¡Que octubre sea maléfico para vuestras gentes! ¡Yo os maldigo en nombre del príncipe de las Tinieblas!

Y así diciendo, la muchacha escupió a los pies del indignado caballero.

Sin más demora, Pilkington procedió a encender la hoguera. Las llamas crecieron rápidamente. Una nube de humo envolvió a la hermosa muchacha al principio, y luego se disipó para dejar al descubierto el frágil cuerpo de la bruja, retorciéndose ante la insoportable tortura.

Un acre olor a carne quemada invadió el olfato de los presentes, que permanecían silenciosos observando con morbosa fascinación el espectáculo, a la vez que escuchaban los chasquidos de las llamas, audibles por toda la plaza, junto con el gemido del viento y los débiles lamentos de los chiquillos asustados. La bruja no dijo nada más, pero siguió retorciéndose con silenciosas y horrendas convulsiones,  al tiempo que sus magníficas trenzas de inflamaban en llamas, y que su carne blanca y suave se estremecía. Bastante tiempo se requirió hasta que Meg Clayton hubo ardido. Por fin nada quedó de ella, más que unos pocos restos de carne carbonizada, y algunas cenizas.

Después, la multitud se dispersó en silencio. El desafiante y desvergonzado comportamiento de la bruja (no osaban llamarlo valor) así como las palabras que pronunciara antes de morir había acallado todas las lenguas.

Nueve días más tarde, durante la víspera de todos los Santos, el caballero Pilkington, murió de una tremenda coz que le propinó su yegua baya, suceso insólito, ya que aquel caballo había sido considerado siempre como un animal muy dócil.

El teléfono resonó apáticamente escaleras abajo, en el saloncito de la residencia de la señorita Simpkins para damas refinadas.

—Señorita Pilkington! ¡Señorita Pilkington, al teléfono! —gritó una voz aguda, y al fin la digna dama de aspecto anguloso y de unos cuarenta años de edad, se apresuró a bajar las escaleras para atender a la llamada.

—Sí, sí, señora Cranston, será un placer quedarme al cuidado de su pequeño el próximo jueves por la noche —contestó la señora Pilkington—. Enviará el coche a buscarme, como de costumbre, ¿verdad? Sí, alrededor de las siete, ¿no es eso? Perfectamente. Gracias por haber llamado.

La señorita Pilkington colocó con todo cuidado el auricular en la horquilla y subió con paso mesurado las escaleras hacia su pequeño cuarto, austero y sencillo. En su uero interno se preguntó si debía haber aceptado la invitación a quedarse con el niño de los Cranston, mientras los padres de éste pasaban la velada fuera de casa, precisamente aquel día…

La señorita Hortensia Pilkington era lo que algunas gentes llamaban una niñera por horas. Cierto es que pudo haber escogido algún trabajo más provechoso, pero no consideraba propio de una dama el estar empleada. “El lugar de una mujer está en el hogar”, era su máxima preferida, a pesar de que, aun siendo la última de su familia, no había llegado a casarse. Más la exigua pensión que les dejaron sus padres al morir, resultaba insuficiente incluso para la señorita Pilkington, que era sumamente sencilla en sus costumbres. De modo que con el fin de aumentar un poco sus ingresos, dedicóse a cuidar niños las noches en que se presentaba la ocasión. Claro está, que ella sólo aceptaba encargos de las mejores familias de la ciudad.

Aparte del aspecto pecuniario, la señorita Pilkington se consolaba pensando que, dada su especial posición, le era posible imbuir de “paz y bondad” la mente de los pequeños dejados a su cuidado. Con frecuencia solía leer a los niños unos “Cuentos con moraleja”, si tenían edad suficiente para comprenderlos. Lamentaba profundamente la costumbre de los pequeños de leer historietas que deformaban su mentalidad. Y es que la señorita Pilkington era una ardiente reformadora, como todos sus predecesores lo habían sido; aunque, por desgracia, como muchos reformadores, era algo intolerante y de mentalidad estrecha. En ella, la reforma de las costumbres era una verdadera obsesión.

Siguió pensando si debió haber aceptado la oferta de los Cranston justamente para el jueves siguiente. En realidad no lo habría hecho, de no haber estado tan mal de fondos. El jueves siguiente era la víspera de Todos los Santos. Sin duda, aquella era precisamente la razón de que los Cranston hubieran solicitado sus servicios, ya que seguramente pensarían asistir a una fiesta durante esa noche.

Eran las ocho de la noche, y Hortensia Pilkington se hallaba acostada ya en su blanco y casto lecho. Siempre se retiraba a esa hora, sino tenía algún niño que cuidar. Con gesto mecánico cogió la vieja Biblia familiar, de la que tenía por costumbre, asimismo, leer un versículo todas las noches antes de que el sueño la venciera.

Hojeó las amarillentas páginas hasta que encontró unas frases manuscritas, de aspecto muy antiguo, que había leído anteriormente en muchas ocasiones. Era el relato de la cremación de una bruja, acto llevado a cabo en Bloomsbury mucho tiempo antes. Algunas de aquellas frases estaban impresas como en granito, en su mente, de tal modo le habían impresionado ciertos fragmentos de la maldición de Meg Clayton: Mi espíritu sobrevivirá, integrándose en objetos animados o inanimados…Venganza contra vos y los vuestros… Ingeniosos progresos que la Humanidad llama inventos… Y por fin la sentencia final: ¡Que Octubre sea maléfico para vuestras gentes!

Lo cierto es que la mayor parte de los miembros de la familia Pilkington habían hallado la muerte —a veces en desgraciados accidentes— durante aquel mes. “Está el caso del tío abuelo Jonathan” —se dijo la señorita Hortensia—. Él fue una excepción, y pasó a mejor vida en enero. No obstante, ella no podía olvidar que el deceso se debió a haber caído por una escalera, accidente que lo dejó paralítico, y que ocurrió precisamente en octubre.

Echó otro vistazo a las notas que aparecían en las hojas que al efecto contenía la Biblia, en busca de otras coincidencias por el estilo. Leyó lo de su hermana mayor, Agatha, que había sido atropellada por un automóvil una noche de octubre en que había mucha niebla.

También estaba el caso de su vanidosa y necia tía Matilde, quien se compró un maquillaje embellecedor durante el mismo mes, quedándose ciega al usarlo; el de su abuelo, que murió a consecuencia de la explosión de un calentador de agua; el de su primo, que murió asfixiado por efectos de un escape de gas procedente de una cocinilla defectuosa. Todos aquellos accidentes habían ocurrido en octubre.

¿Eran esas muertes una consecuencia directa de la maldición de Meg Clayton, quien se refirió a “tomar las más diversas formas, incluso como ingeniosos progresos que la Humanidad llama inventos”?

También recordó la señorita Pilkington que su bisabuelo había sido apuñalado brutalmente por su mejor amigo, el cual de improviso enloqueció una noche de la víspera de Todos los Santos. El hombre no tenía ningún motivo para cometer el homicidio. Siempre estuvo cuerdo hasta el día del crimen, y pareció continuar estándolo después, si bien, como era de presumir, fue recluido en un sanatorio para enfermos mentales.

Por fin, el propio padre de la señorita Pilkington, un misionero, fue muerto (y devorado, según se informó), por un reyezuelo caníbal presuntamente reformado, un 17 de octubre, mientras aquel realizaba un viaje de buena voluntad por la selva. La madre de la señorita Pilkington dejó de existir pocos días después, a causa de la impresión.

Cierto es que no todos los Pilkington murieron de forma violenta durante el mes de octubre. Varios de ellos contrajeron enfermedades de uno u otro tipo, en ese mes, que por fin resultaron fatales. Uno de ellos se volvió loco en octubre, y vivió el resto de su vida recluido en un manicomio. Sea como fuere, parecía evidente, que con maldición o sin ella, el mes de octubre resultaba sumamente desgraciado para la familia Pilkington.

Era perfectamente natural, pues, que la señorita Hortensia Pilkington sintiera terror hacia tal mes. En vano se dijo a sí misma que no era de cristianos el alentar supersticiones: cuando leía las referencias familiares en la Biblia, sus temores renacían. La mujer acogía la última campanada de la media noche del treinta y uno de octubre con más alegría con que la mayor parte de la gente acoge la última campanada del treinta y uno de diciembre. Después de las doce de la noche de la víspera de Todos los Santos, sentía como si la maldición hubiera desaparecido por doce meses, asegurándose una existencia de continua paz, cuanto menos hasta el siguiente mes de octubre.

De ahí que no resultaran extrañas sus vacilaciones sobre si debía aceptar el ofrecimiento de los Cranston. Sin embargo, el mes de octubre nunca había ejercido una influencia nefasta sobre ella, al menos hasta el presente. No sufrió ningún perjuicio considerable en la vida, y parecía gozar de buena salud. Como era la última de la familia, y el linaje terminaría con ella, tal vez fuese perdonada. Pero, en el fondo, ella misma se decía que eso no iba a sucede, si la maldición era algo cierto. Meg Clayton había jurado exterminar a toda la familia, hasta el último vástago.

Pero sin duda no podría ocurrirle nada entre las siete y media y las doce de la noche del trienta y uno de octubre, si tomaba las debidas precauciones. Los Cranston le enviarían el automóvil, y después se sentiría segura en la mansión de la opulenta familia.

Llegó por fin el jueves, y con él una fría llovizna que persistió a lo largo de la jornada. A las seis, la señorita Pilkington se sentó a su silla en el comedor de la residencia de damas, y se disponía a tomar una cena consistente en: ensalada, puré de lentejas, espinacas, nabos y jalea, acompañado todo por una taza de té ligero (era una estricta vegetariana), cuando llamó el teléfono. El coche de los Cranston había sufrido una avería en el motor, y no podía pasar a recogerla. La dueña de la casa le rogaba, como un favor especial, que saliera de la casa más  temprano para llegar a las ocho. Por haber estado allí muchas veces, anteriormente, la señorita Pilkington sabía que la casa de los Cranston se hallaba a unas diez manzanas de distancia de la residencia. Como no había autobús ni otro medio de transporte que la condujera hasta allí, tendría que ir andando, pero seguramente los dueños de la casa sabrían recompensarla debidamente por la molestia que debía tomarse. Y el coche, a no dudarlo, estaría ya preparado a tiempo para llevarla de vuelta a casa cuando los Cranston regresaran de la fiesta.

Accedió pues, y una vez cortada la comunicación volvió a sentarse a la mesa. Se estremeció involuntariamente, al recapacitar y darse cuenta de que aquello constituía un cambio imprevisto en la situación. No la complació nada pensar que tenía que andar mucho por la calle una víspera de Todos los Santos; pero ya no podía volverse atrás, pues los Cranston confiaban en ella. Una vez terminada la cena, subió rápidamente las escaleras con el fin de arreglarse un poco.

Nunca había tardado mucho en arreglarse la señorita Pilkington. En primer lugar, no usaba cosmético alguno, pues en su opinión los cosméticos eran una creación del demonio y muestra evidente de vanidad. En cuanto a su cabello, peinado hacia atrás severamente, estaba sujeto en la nuca por un sencillo moño, por lo que el peinado no requería muchos retoques a lo largo de la jornada. Al verla por la calle cualquiera habría observado que la falda era demasiado larga, pero a ella solo le preocupaba tener una apariencia respetable, y no prestaba atención alguna a los caprichos de la moda. Unas medias de color oscuro y unos zapatos de paseo, de tacón bajo, completaban el atuendo de la señorita Pilkington. Aquella noche, sin embargo, y debido a la inclemencia del tiempo, se cubrió con un grueso abrigo de lana y empuño su paraguas negro.

Con un vago sentimiento de inquietud, abandonó el cálido interior de la residencia de la señorita Simpkins para damas refinadas, y escudándose en el gran paraguas se dirigió bajo la llovizna hacia el domicilio de los Cranston. Las aceras estaban húmedas y resbaladizas, y el tiempo se mostraba inclemente.

Pasó ante varios jóvenes que salían de un cine, y al verlos torció el gesto desdeñosamente. ¡Bah, películas! Más artimañas del demonio para atraerse a las almas jóvenes. Uno de sus orgullos era poder afirmar que jamás había estado en una sala cinematográfica. Los desvergonzados anuncios que se exhibían en el exterior de los locales, era suficiente para quitarle todo deseo de asistir a una de las funciones. Las luce multicolores de los escaparates la iluminaron al pasar. Chiquillos ruidosos corrían y jugaban por la calle, muchos de ellos con los impermeables puestos, a pesar de lo poco propicio del tiempo. Varios niños llevaban máscaras, con motivos de la festividad. Uno de estos, algo más osado que los restantes y camuflado detrás de una careta de hombre-lobo, se acercó a la señorita Pilkington, y con un fuerte “¡Buuu!” la hizo estremecerse. Luego el travieso crío se echó a reír ante el susto que había dado a la dama.

—¡Pequeño Judas! —gritó ella, indignada, y arremetió con el paraguas contra el irrespetuoso chiquillo.

La señorita Pilkington se jactaba de saber tratar a los niños en la debida forma, y creía firmemente en el empleo de la vara, aunque nunca castigaba a los niños a su cuidado, si los padres se oponían muchas eran las veces en que los críos necesitaban una zurra, se decía ella, pero no podía hacerlo debido a las absurdas ideas de aquellos padres modernos.

Temblando aun de irritación, la mujer cruzó la calle con el paraguas colocado de un modo que, si bien la protegía de la lluvia, también le impedía un tanto la visual. De pronto se oyó el agudo chirrido de unos neumáticos, y la señorita Pilkington se vio tendida en el centro de la resbaladiza calzada. Un corillo de curiosos comenzó a reunirse en torno a ella, en seguida.

—Oiga, señora, ¿es que no mira por dónde va? —le espetó el conductor del coche, con tono de alarma, y agregó—: ¿Se encuentra usted bien?

Algo mareada, la mujer se puso de pie y contestó precipitadamente:

—Sí, sí, me encuentro bien. No… gracias, no necesito ayuda.

Echó luego una ojeada a su reloj, que afortunadamente no parecía haber sufrido daño alguno, y vio que faltaba un cuarto de hora para las ocho.

¡Cielos! Había prometido estar en casa de los Cranston a las ocho. Reanudó la marcha con más prisa, en tanto la gente, se dispersaba al ver que no había ocurrido nada.

“¡Por qué poco escapé!”, murmuró al señorita Pilkington.

Recordó entonces el sino de su hermana, y se estremeció. Al echar una mirada al paraguas vio que estaba muy estropeado. Con la confusión había olvidado tomar el nombre del conductor, y la matrícula del coche. “En fin, ya es demasiado tarde”, pensó, y con rápidos pasos reanudó su camino.

Llegó jadeando a la casa de los Cranston cuando sólo faltaba un minuto para las ocho. Oprimió el timbre y en el interior se dejaron oír una serie de notas musicales. Se abrió lentamente la puerta, y la mujer se vio delante de un engendro infernal que le hizo lanzar un grito de terror.

—Vamos, vamos, no creo que mi disfraz sea tan realista como para eso —manifestó una voz jovial y tranquilizadora.

La señorita Pilkington observó más detenidamente a la aparición, y vio que no era otro que el señor Cranston, disfrazado para la fiesta a la que iban a asistir.

—¡Cuánto lo siento! —tartamudeó la señorita Pilkington—. Pero es que usted parecía el mismo dem…Quiero decir… no le había reconocido al principio.

—Soy yo quien lamenta haberla asustado —se disculpó el dueño de la casa—. El jueves es el día en que libran la doncella y el mayordomo, por eso tuve que abrir yo mismo la puerta. Pero, pase por favor.

La señorita Pilkington recordó la muerte de su bisabuelo, a manos de un amigo, e involuntariamente comenzó a sentir sospechas del señor Cranston.

—Pase usted —repitió este, esbozando una sonrisa que su disfraz hacía maligna.

Debe de sentir frío, después de la caminata bajo la lluvia. Además, el tiempo empeora y parece como si se preparase una tormenta. Colóquese junto a la chimenea, allí estará mejor.

El hombre la precedió hasta el salón, donde la señora Cranston, ataviada con un espléndido disfraz de princesa egipcia, estaba leyendo unos cuentos a su hijito, un chiquillo de seis años al que tenía en su regazo y que se hallaba vestido con un piyama de color rosa.

—Ah, buenas noches —saludó la señora Cranston—. Ha sido muy amable al venir a quedarse con Teddy. De modo que el disfraz de mi marido la asustó, ¿verdad? No me extraña, incluso me da un poco de miedo —terminó la dama, echándose a reír alegremente.

—Es culpa mía, por estar un poco nerviosa —repuso la señorita Pilkington, y procedió a relatar lo que había ocurrido con el automóvil, en la calle. Luego añadió—: Para colmo, mire cómo quedó mi paraguas. No creo que puedan arreglarlo.

El chiquillo observó con ojos muy abiertos y expresión curiosa el destrozado objeto.

—Dios santo, qué contratiempo —se lamentó la señora Cranston—. Comprendo muy bien que esté usted inquieta. ¿Quiere beber algo, para aplacar un poco los nervios?

Al tiempo que hablaba, la dueña de la casa fue a verter en unas copas un licor ambarino que había en una botella.

—No, gracias —rechazó la señorita Pilkington, con tono cortés, pero helado, al tiempo que enrojecía un poco.

La señora Cranston, más divertida que irritada, sonrió con indulgencia, y volvió a colocar la botella de licor en el pequeño bar. Aunque la señorita Pilkington era un tanto remilgada, resultaba honrada y digna de confianza, para confiarle al pequeño Teddy.

—Espero que no se sienta demasiado inquieta como para quedarse sola en la casa. Ya sabe dónde está el teléfono. Si desea comunicarnos algo, llame a casa de los Brittingham. El número es Cardinal, 8159. A propósito, no deben tardar en llegar, ¿verdad, querido? —le agregó la mujer, dirigiéndose ahora a su marido, quien después de echar una ojeada al reloj, asintió con la cabeza. La señora Cranston prosiguió—: Los Brittingham se han ofrecido atentamente a venir a buscarnos, al saber que tenemos el coche en el garaje. Pero tenga la seguridad de saber que el automóvil quedará reparado a tiempo para regresarla a usted a casa. Una vez que haya terminado la fiesta. ¡Ah, llaman a la puerta! Deben de ser los Brittingham.

La dueña de la casa se puso prestamente en pie, y dejó en el suelo al chiquillo.

—Adios, cariño —dijo la señora Cranston besando al niño, y agregó—: ¿Tendrá la bondad de correr el cerrojo de la puerta, cuando nos vayamos, señorita Pilkington? Creo que ya conoce la casa. Bien, hasta luego. Regresaremos hacia las doce o doce y media.

El golpe de la puerta de la calle al cerrarse repercutió en toda la casa.

“¡Qué cosa más pagana! —murmuró para sí desdeñosamente la señorita Pilkington, cuando los Cranston se hubieron marchado—. Gentes adultas y civilizadas, que celebren esta fiesta colocándose disfraces y caretas… Supongo que no se darán cuenta de que están perpetuando las maléficas tradiciones de los hechiceros. ¡Todo esto es maligno y perverso!”.

La señorita Pilkington procedió luego a asegurar las numerosas puertas y ventanas de la casa. Había nueve puertas, que recordara, más los dos grandes ventanales del salón. También cerró por dentro las ventanas. Aunque la lluvia había cesado, afuera soplaba un fuerte viento, presagiando una tormenta.

Teddy siguió a la mujer por la casa, y cuando ésta al fin se sentó cómodamente ante el fuego, el niño le dijo:

—Por favor, léame un cuento.

Ella miró con gesto reprobador el libro de llamativa cubierta que el niño le entregaba.

—¡Hum! Las aventuras del hombre lechuza en Marte —gruñó.

 

¿En qué estarían pensando los Cranston al llenar la mente de su hijo con aquellos relatos tan fantásticos como absurdos, y más aún en horas nocturnas?

—No, pequeño —le replicó—. Tengo algo mucho más bonito para leerte.

Abrió entonces su gran bolso y de él extrajo un libro titulado: Diez cuentos morales para niños buenos.

—A mí no me gustan esos cuentos —aseguró Teddy muy convencido.

Luego, el maltrecho paraguas que estaba en un rincón, atrajo la atención del pequeño.

—Mire, su paraguas está muy estropeado —añadió el chiquillo, y después de mirarlo con aire divertido, se dio maña para abrirlo.

—¡No, no lo abras aquí dentro! —protestó la señorita Pilkington.

—¿Por qué no? —inquirió el niño, con cómica expresión de sorpresa—. No puede hacer daño a nadie. Está muy roto.

Ella no quería admitir que creía en la superstición de que abrir un paraguas en una casa traía mala suerte. En verdad, no era supersticiosa, pero en aquella noche en la víspera de todos los santos, hallándose además en una casa extraña… En fin, no quería correr riesgo alguno.

—Anda, ven a sentarte aquí, sobre mis rodillas, y te leeré una preciosa historia —dijo ella, prefiriendo cambiar de tema.

El niño cerró obedientemente el paraguas, lo dejó a un lado y trepó a las huesudas rodillas de la señorita Pilkington. Allí se mantuvo en equilibrio lo mejor que pudo, mientras la dama comenzaba a leerle uno de los “Diez cuentos morales”. Al cabo de un rato, el niño se adormiló.

De pronto sonó el teléfono, interrumpiendo la lectura de la mujer. La señorita Pilkington alargó un brazo, atrajo el auricular a su oído y dijo al aparato:

—Hable…

Una risa demoníaca estalló al otro lado de la línea. Aterrada, colgó.

—¿Quién era, señorita Pilkington? —preguntó Teddy, con vos soñolienta.

—Nadie, nadie —repuso la mujer, procurando dar a su voz un tono de serenidad—. Algún muchacho, que por ser esta noche, quiere gastar una broma de mal gusto.

Pero… ¿era una broma, o algo más?

 

Quizá se tratase de un ladrón, que llamaba para asegurarse de que la mujer y el niño se hallaban solos en la casa, antes de penetrar en ella. O tal vez fuesen secuestradores. Ya había leído cosas de esas en los periódicos. Lo cierto es que la risa infernal aun retumbaba en sus oídos.

“Tengo que dominarme —pensó—. Me estoy comportando como una necia”.

Echó una mirada a su reloj. Eran las nueve menos cuarto. ¡Sólo quedaban tres horas y quince minutos para la medianoche, hora en que se vería libre de aquel insidioso reinado del terror durante otro año! Bien, seguiría leyendo el cuento a Teddy hasta las nueve, y luego lo llevaría a la cama. Los minutos pasaban con gran lentitud, mientras ella leía con su monótona voz. Teddy volvió a amodorrarse.

Otra ojeada al reloj. Eran las nueve. Poniéndose de pie, le dijo al niño, en un tono que le parecía dulce y sugeridor:

—Ahora, Teddy, vas a irte a la camita.

Teddy no puso objeción, si bien se encogió instintivamente al notar las manos frías y húmedas de la mujer, mientras le llevaba escaleras arriba, apretándolo contra su pecho liso y duro.

La señorita Pilkington dejó a Teddy en el suelo, cuando entraron en el cuarto del niño, que estaba atractivamente amueblado. En el piso se alineaba una larga fila de juguetes. De pronto, la mujer resbaló y cayó, dando con la cabeza contra una mesa de vivos colores. Sin darse cuenta, había pisado una pequeña bomba contra incendios.

—Señorita Pilkington! —exclamó Teddy, casi a punto de llorar—. ¿Se ha hecho usted daño?

Irritóse ella al pensar en el descuido del niño, por dejar sus juguetes esparcidos por el cuarto, pero logró esbozar una forzada sonrisa.

—No, Teddy, estoy bien. Pero debes darte cuenta de que no deben dejarse los juguetes en medio de la habitación, ¿verdad?

¡Otro hecho que estuvo a punto de causar un accidente! ¿Una coincidencia, o…?

La señorita Pilkington se frotó la dolorida cabeza. La actitud solícita del pequeño la complacía, y si bien no le gustaban en el fondo los niños, mientras remetía la ropa en la camita de Teddy, no dejó de notar el angelical aspecto del pequeño, con su pijama rosado, y sus rubios rizos cayendo sobre la almohada. Aquel era, a pesar de la atmósfera trivial que se respiraba en la casa, a pesar de la vida moderna de sus padres y de los degradantes libros que le leían, uno de los niños mejor educado, entre los que cuidaba.

La señorita Pilkington comprobó que el niño decía sus rezos con toda propiedad, y luego apagó la luz de la alcoba regresando al piso de abajo. Se sintió mucho más sola sin la compañía del niño. El gran reloj del vestíbulo dio las nueve y media. “es una hora increíble para mandar a la cama a un pequeño de seis años”, se dijo. Cuando ella era pequeña, siempre la hacían acostarse a las siete. Incluso cuando tuvo doce o trece años, la obligaban a ir a la cama a esa hora.

Se acomodó en un sillón, sacó de su descomunal bolso un volumen titulado: Pequeñas joyas de la poesía victoriana, y se puso a leer con toda calma. Llevaba leyendo media hora cuando tuvo la fugaz impresión de haber oído algo en la cocina. El cabello se le erizó debajo del tenso peinado. Pensó en llamar por teléfono, pidiendo ayuda, pero se dijo que quedaría completamente en ridículo, si sólo resultaba ser producto de su imaginación. Tal vez fuera un embate del viento.

De todos modos, cogió un atizador de la chimenea, y se dirigió de puntillas hacia la cocina. Pulsó el interruptor de la luz y se quedó mirando la estancia, llena de aprensión. No se oía nada por allí.

Repentinamente escuchó a su espalda un golpe seco y sordo, que se repitió un par de veces. Se giró en redondo con el rostro convertido en la máscara del miedo. No había nadie. De nuevo… se oyeron golpes. Casi sollozó de alivio al comprobar que era la puerta que de la cocina conducía al sótano y que, si bien estaba cerrada, se movía por efecto del viento. Entonces recordó que había olvidado cerrar la puerta del sótano. El viento, probablemente, la habría abierto, y eso era sin duda lo que causaba la corriente de aire.

Encendió apresuradamente la luz del sótano y bajó corriendo las escaleras, que estaban en una semipenumbra. Allí, en efecto, estaba la puerta, abierta de par en par, por la que el viento pasaba a grandes ráfagas. La tormenta estaba alcanzando en ese momento su punto culminante. La señorita Pilkington cerró con fuerza la puerta y corrió el cerrojo, pensando en lo descuidada que había sido. Incluso pudo haberse metido alguien a hurtadillas en la casa. Recordó entonces la anónima llamada, y un escalofrío le recorrió la espalda. Sin aguantar más, ascendió a toda prisa las escaleras del sótano, y aseguró también con un pestillo la puerta de aquel, una vez que estuvo en la cocina.

Con el corazón latiéndole fuertemente, regresó al salón y una vez más reanudó la lectura de su libro. Pero ahora, decididamente, no podía concentrar su atención en lo que estaba leyendo. Echó una nerviosa mirada a su alrededor y detrás de ella. Con impaciencia consultó el reloj, advirtiendo que eran las diez y media. Aún faltaba una hora y media.

De nuevo su lectura se vio interrumpida, esta vez, por fuertes golpes propinados en la puerta de entrada de la casa. Dejó el libro a un lado y se puso de pie, incapaz de dar un solo paso. La perentoria llamada se repitió una vez más. Al cabo de un rato avanzó cautelosamente hasta la puerta y preguntó:

—¿Quién está ahí?

Pero no oyó respuesta alguna, por encima del gemido del viento. Temerosa de abrir la puerta, descorrió la mirilla y atisbó al exterior. No vio a nadie. Pero… ¿lo había imaginado o era una risa burlona lo que se oía entre el aullido del vendaval? Profundamente atemorizada, la señorita Pilkington regresó a su sitio, junto a la chimenea. Las ascuas del hogar la contemplaban como congestionados ojos de ávidos demonios. La tormenta seguía aumentando en intensidad. De pronto, todas las luces se apagaron, dejando a Hortensia Pilkington en una lóbrega oscuridad. Aterrada, la mujer se encogió en su sillón. Las brasas lanzaban tenues destellos, formando extrañas sombras en las paredes del salón. La penumbra y las sombras de las ascuas resultaban más aterradoras que la ausencia total de luz.

 

La señorita Pilkington se hallaba en el paroxismo del espanto. No tenía ya la menor duda de que estaba siendo arrastrada inexorablemente por la maldición de la bruja. Repasó mentalmente los amenazadores hechos de la noche. En primer lugar, el suceso del coche, que poco faltó para que se convirtiera en una accidente. Luego, la misteriosa llamada telefónica; la caída en la habitación de Teddy; la puerta abierta del sótano. (Alguien pudo haber entrado a la casa y tal vez estuviera ahora acechándola furtivamente en las sombras). Se estremeció, de sólo pensarlo. Después, los extraños golpes en la puerta, y ahora el corte de luz. Deseaba ardientemente saber la hora qué era, pero no podía ver la esfera del reloj, a la débil luz de las brasas.

La oscuridad estaba cargada de invisibles horrores. ¿Era sólo su imaginación o en verdad había alguien —o algo— que se agazapaba en las tinieblas? ¿Y si Teddy se despertaba y se ponía a llorar, asustando? ¿Sería ella capaz de reunir el valor suficiente para subir las escaleras, o bien unas manos furtivas la aferrarían antes de llegar a la habitación del niño? Sintió unos tremendos deseos de tener a su lado a Teddy, o a cualquier ser vivo, tibio y consolador.

La casa adquirió el aspecto de una cámara de horrores. En realidad, se hallaba llena de los “ingeniosos progresos que la humanidad llamaba inventos”, que la hechicera había mencionado en su maldición tanto tiempo atrás. Si el espíritu de Meg Clayton debía ponerse ahora de manifiesto, ¿cuál de esos artefactos elegiría para materializarse? ¿El calentador de agua del sótano, suponiendo que pudiera estallar, matándola como a su abuelo? ¿La pesada araña que colgaba justamente encima de su cabeza? Cada uno de los objetos de la estancia pareció hallarse cargado, de improviso, con una fuerza maligna. La mujer casi esperaba que en cualquier momento las cortinas se alzaran para estrangularla, o que los almohadones le tapasen la cara y la ahogasen. Un frío sudor perlaba su frente.

—¡Oh, Dios mío! —susurró desesperadamente—. ¡No quiero morir! ¡Sálvame de la maldición de la bruja!

De pronto recordó el teléfono que se hallaba en la mesita, junto al sillón. ¡Claro, el teléfono! Es extraordinario cómo la razón se nubla en momentos como esos. Levantó el auricular y marcó el número de la operadora, esperando haberlo hecho correctamente en la oscuridad. Escuchó, después, y notó que algo andaba mal. No se escuchaba sonido alguno. Por fin comprendió que la línea estaba interrumpida. Desesperadamente colgó de golpe, y colocando la cabeza entre sus manos sollozó en voz alta. Confusamente, escuchó las siniestras campanadas del reloj del vestíbulo, anunciando las once y media.

“¡Sólo media hora más! —se dijo espantada— ¡Qué irónico sería que la maldición me alcanzase faltando tan poco!”.

En medio de aquel acceso de terror, el teléfono volvió a llamar. Alzó el auricular con ansiedad. ¡Ah, alivio inmenso experimentó al oír una voz humana, aunque ignoraba de dónde podía proceder! Pero, ¿cómo llamaba ahora el teléfono, cuando hasta hace un momento la línea estaba interrumpida? Por fin, dijo con voz entrecortada:

—Hable…

—¿Diga? Soy el operador de la compañía telefónica. Espero que el corte de luz no la haya asustado. El viendo derribó algunas líneas y dejó a esa casa entre otras sin luz ni teléfono, por un momento. Ahora todo marcha bien. Estamos reparando las líneas, y pronto volverá la luz. Antes pasé por su casa y llamé a la puerta, para advertirle que iba a cortarse la electricidad. ¿Va todo bien por ahí?

—Sí, sí —repuso Hortensia Pilkington, a punto de estallar en llanto, de alegría—. Se lo agradezco tantísimo…

La mujer se secó las lágrimas con el pañuelo de fino encaje y luego se sonó ruidosamente, tras lo cual se alisó un poco el cabello. Eran las doce menos cuarto, por su reloj, cuando se encendió la luz.

Pronto regresarían los Cranston, y debía arreglarse un poco para entonces, liberándose de toda traza de los pasados momentos de angustia. No debían enterarse de lo neciamente que se había comportado.

Se encaminó hacia la cocina y se echó un poco de agua fría en el rostro. Luego regresó a la sala de estar, encendiendo a su paso todas las luces que hallaba, para volver al lugar alegre, reluciente. La señorita Pilkington se sentó con aire satisfecho en su sillón y tomó de nuevo las Pequeñas joyas de la poesía victoriana. Aunque se hallaba algo afectada, casi sentía ganas de reírse de sus pasados temores.

—¡Señorita Pilkington! ¡Señorita Pilkington! —gritó en ese momento Teddy, con voz quejumbrosa, desde el piso superior.

“¿Qué querrá ese chiquillo, a semejantes horas?”, murmuró la mujer, con aire impaciente.

El reloj marcaba las doce menos cinco. Rápidamente ascendió las escaleras.

—¡Por favor, señorita Pilkington! —clamó una vez más Teddy, y la mujer creyó notar que el pequeño estaba al borde del llanto. Por un momento volvió a su mente el pensamiento de que alguien podía haberse introducido en la casa, cuando quedó abierta la puerta del sótano, y ahora podía hallarse en la habitación de Teddy, por lo que el chiquillo gritaba aterrado, pidiendo ayuda. Vaciló en la puerta, un momento, pero al fin desechó los temores pensando que sólo faltaban cinco minutos para que terminase el treinta y uno de octubre.

La alcoba se encontraba en completa oscuridad. Al avanzar, la mujer se dio contra algo blando y peludo, que estaba tendido en el suelo. Recordó la urgencia que trasuntaba la voz de Teddy, y el corazón pareció dejar de latir en su pecho, mientras seguía allí, inmóvil, demasiado asustada para gritar. Por fin alzó una mano, y con dedos temblorosos localizó el interruptor de la luz. Vio a Teddy que sentado en su camita tenía en el semblante una expresión de espanto. No menos asustada, la mujer dirigió la vista hacia sus pies, y vio caído en el suelo… ¡un gran osito de trapo! Lanzó un  fuerte suspiro de alivio y se acercó luego con presteza a la cama del niño.

—¿Qué ha pasado? —preguntó ella— ¿Por qué gritabas de esa forma?

—Señorita Pilkington —gimoteó el chiquillo—, tuve un sueño muy feo. Vi a una vieja bruja que estaba junto a mi cama, y que después…

—Vamos, cálmate, sólo ha sido un sueño —contestó la mujer—. ¿No lo ves? Ya ha pasado todo lo malo. Ahora debes volver a dormirte.

—Sí, pero antes deme un beso —suplicó el niño.

La señorita Pilkington sentía una profunda aversión por los contactos físicos, cualesquiera que fueren, incluso el de dar un beso a un niño, para desearle las buenas noches. Pero al ver los ojos implorantes del chiquillo, se apiadó de él. Era imperdonable que no hubiese notado antes lo dulce y y adorable que era el pequeño Teddy. Al tiempo que se inclinaba ante él, el gran reloj del vestíbulo comenzó a dar las campanadas de la medianoche. Los rubios rizos del chiquillo rozaron las mejillas de la mujer; unos bracitos le rodearon el cuello. Un vestigio de instinto maternal hizo que ella se inclinase un poco más, acercándose al pequeño.

De pronto, los brazos regordetes se volvieron nervudos y musculosos; las manos infantiles, llenas de hoyuelos, se alargaron formando agudas garras. Estremecida, la señorita Pilkington abrió los párpados y vio…no los ojos azules e inocentes del niño, sino dos órbitas purpúreas, infernales, que confundían su mirada. Unas uñas afiladas se clavaron en su enjuto cuello. La mujer lanzó un alarido estremecedor, y mientras el reloj del piso bajo daba la última campanada de la medianoche, la señorita Pilkington se hundió para siempre en las tinieblas.

Se dice que los buenos relatos del gótico clásico constan de particularidades indisolubles unas de otras, características que se suponen infaltables para la construcción exitosa de un relato propio del género. La ubicación, la atmósfera opresiva, una profecía dispuesta a desordenar la normalidad de las cosas, lo sobrenatural escondiéndose bajo explicaciones racionales que intentan calmar al protagonista y descolocar al lector, la dama en apuros, etc, son algunas de estas características distinguibles. Su uso pertinente y armonioso garantizaría la alquimia deseada, y un relato logrado.

No obstante, otra característica que engendra el género es, tal vez, la más importante: la literatura gótica abre grietas en la tenue superficie de lo real, conforma su contraparte, su lado misterioso. Es, en cierto sentido, su naturaleza díscola.

Lisa Ben, anagrama de Lesbian, más conocida como Tigrina, nos invita a recorrer ese lado oscuro que la realidad se empeña en ocultar. Utiliza cada una de las características propias del género delicadamente; con paciencia de artesana construye un relato fantástico sólido, cuya ambivalencia se deshace, a medias, justo al final. Una mujer, la señorita Pilkington, arraigada en una tradición moralista, lectora asidua de poesía victoriana, que entiende la cultura moderna como una perversión de los valores de antaño, es acuciada por extrañas y malévolas fuerzas encargadas de hacer cumplir la maldición que hubo recaído sobre su familia generaciones atrás. Octubre, el mes fatídico de los Pilkington, está por terminar, lo que le garantizaría un año más de vida, asumiendo que la profecía de la bruja llegara a cumplirse alguna vez.

El relato parece, a simple vista, un excelente ejemplo del gótico clásico en la modernidad: a medida que trascurre, los sucesos extraños (explicados fácilmente desde la razón) se tornan sospechosos, sugerentes. Los acontecimientos que la señorita Pilkington va experimentando  funcionan como señales de un final funesto: un encargo el treinta y uno de octubre, día de todos los santos; un automóvil que por poco la atropella; la lluvia incesante; un corte de luz en una gran mansión. Todo ello no logra, sin embargo, quebrar el espíritu moralista de la estructurada niñera. Pero su suerte ya estaba echada.

Estos son los hechos, los engranajes aceitados de un cuento verdaderamente terrorífico. Sin embargo, es lícito preguntase: ¿cuál es la contraparte de la realidad, la naturaleza díscola, que la autora propone dejar en evidencia? ¿Qué lleva a la señorita Pilkington a sucumbir ante la profecía? ¿Es la inevitabilidad del destino o el peso de una tradición aquello que la arrastrará a los más profundos abismos?

Utilizando el relato como una metáfora de la sociedad de su tiempo, Lisa Ben parece advertirnos que sobre nosotros pende siempre una tradición, costumbres malditas que nos llevan a un inevitable final. El peso fatídico de nuestras generaciones pasadas nos impulsa a enfrentar el presente, muchas veces arraigados a nuestras creencias, sí, pero por ello mismo condicionados ante el avance de los nuevos tiempos. La agonía de la señorita Pilkington se presenta como la agonía misma de una tradición. No es casual que la bruja de la profecía encarne en un pequeño niño, es decir, la nueva generación como instrumento del final de aquello que viene arrastrado por siglos, desgastado, pero siempre latente. 

 

El gótico, aquí, realiza un fino corte en la vieja, desgastada cáscara de lo cotidiano; una hendidura por la que se filtra el discurso fantástico, que no es sino la naturaleza díscola de la realidad. Una forma Otra, distinta de comprender y abordar aquello que nos rodea.

LFA

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La Flor Azul

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