
Charles Maturin. La letra une más que la sangre

Por Redacción Flor azul
En la vida de las sociedades existe una infinidad de momentos que pueden ser más o menos trascendentes para sus actores dependiendo de las circunstancias. Es evidente que serán más significativos para quienes los viven en carne propia que para aquellos que apenas son rozados por los hechos y que el contexto no llega a interpelarlos. De todos modos, importantes o no, muchos de esos retazos de tiempo se transforman en partes descartables, en hilos invisibles de una trama que parece sólo sostenida por un tapiz rígido, como sustentado autónomamente. Sin embargo, hay otros momentos que son únicos, tan potentes que pueden cambiar para siempre la vida y el recuerdo de una persona y en ocasiones desencadenar verdaderas revoluciones. Algunos los llaman momentos bisagra, yo prefiero llamarlos, permítaseme la palabra, núcleos históricos. Esta denominación me resulta más acorde, pues creo, no vienen a dar vuelta una página para olvidar lo anterior, no, son instantes de atadura temporal, son momentos en dónde los hilos importantes de la trama se anudan para darle sostén al tapiz histórico.
El irlandés Oscar Wilde nació en 1824. Tuvo una buena educación y su vida transcurría por los andariveles de lo olvidable hasta que llegó su momento trascendental: la escritura de su poema Ravenna, texto que lo condujo hacia la fama al alcanzar el premio Newdigate en 1878. A partir de allí su carrera como escritor continuaría con marcado éxito, tanto en el ámbito dramático como en la narrativa, género en el que descolló con El retrato de Dorian Gray, su obra capital.
Aquí, amable lector, realizaré un alto en el camino para aclarar que no será de importancia, para el cuerpo de esta nota, ahondar en la obra de nuestro autor o en su estética. En esta sección nos importa rescatar los caprichos de la historia literaria, esas pequeñas grajeas que humanizan a la literatura, la hacen parte de nuestra mortalidad. Y es que lo importante, para nosotros ahora, pasará por su ámbito familiar, su vida privada y pública.
Sabemos que Oscar Wilde se casó, tuvo dos hijos y que luego, impulsado por sus verdaderos deseos, eligió vivir el amor en brazos de los hombres. Debido al contexto de la sociedad de la época victoriana en que vivió, este hecho, cometido por un hombre de notoria popularidad, comenzó a tener importante repercusión, y tanto más la tuvo cuando Wilde se enamoró y mantuvo relaciones con el joven hijo del marqués de Queensberry, recayendo sobre el poeta una acusación de sodomía. El juicio, que conmovió y escandalizó a toda la sociedad inglesa de aquellos años, lo encontró culpable. Oscar Wilde, luego de cumplir una condena de dos años en prisión, decidió autoexiliarse a París para evitar el escarnio y el castigo público. Tan afectado estaba que vivió hasta el día de su muerte bajo un nuevo nombre: Sebastian Melmoth.
Y ahí, en ese último dato se encuentra, intrascendente para el mundo materialista, el núcleo histórico que nos interesa, que es vital para el universo mágico de la literatura.
La elección de ese nombre no fue aleatoria o frívola por parte de Wilde. Tenía una intencionalidad, una consciente relación con la identidad que había tomado su ser. Pero para comprenderlo debemos, necesariamente, remontarnos varios años al pasado.
En 1782 nace en Dublín, Irlanda, tío abuelo de Oscar Wilde: Charles Maturin.
Este joven irlandés tomó inicialmente el camino de la espiritualidad y consagró sus primeros años al sacerdocio protestante, pero luego, conmovido por la acción de la pluma fue relegando sus funciones para dedicarse a la escritura.
Amigo de Walter Scott y Lord Byron, no tardó en mezclarse en los círculos literarios que fomentaban el romanticismo. Su prosa fue guiada por el gótico y su genio logró una de las más admirables obras de esa narrativa: Melmoth el errabundo.
La magistral obra de Maturin narra el periplo de un hombre llamado Melmoth que, luego de un pacto con el demonio, obtiene la inmortalidad por ciento cincuenta años. Durante ese tiempo debe intentar encontrar a alguien a quién traspasar el acuerdo, intercambiar su destino. De no hacerlo, el alma del desdichado Melmoth, al finalizar el plazo, caerá y se abrasará en los eternos fuegos infernales.
Clarificado el contexto, tal vez, podemos comenzar a inferir el motivo por el cual Oscar Wilde decidió utilizar el nombre del personaje que su tío abuelo creara en 1820.
Me gusta pensar que, en definitiva, Charles Maturín, Melmoth y Oscar Wilde son los hilos que se anudan conformando uno de los tantos núcleos históricos que hacen la trama del tapiz mágico de la literatura universal.
