

De Mortuis
El doctor Rankin era un hombre corpulento y enjuto, en quien el traje más nuevo parecía enseguida anticuado, como en una fotografía de veinte años atrás. Esto se debía a lo cuadrado y chato de su torso, que bien podía haber sido armado por un fabricante de cajas para embalaje. También su cara tenía un aspecto inexpresivo y de toscamente construida; su cabello, semejante a un peluca, resistía al peine. Tenía esas manos enormes y torpes que pueden ser una ventaja en un pueblo pequeño del interior, donde la gente conserva todavía una predilección rural por la paradoja, creyendo que cuanto más simiesca es la zarpa, tanto más precisa puede ser en el delicado asunto de una amigdalectomía.
Esta conclusión era perfectamente justificada en el caso del doctor Rankin. En esta bella mañana en particular, por ejemplo, aunque su tarea no era más difícil que cubrir con cemento un gran agujero en el piso de su sótano, manejaba esas manos grandes y torpes con toda la sosegada certeza de alguien que nunca dejaría una esponja adentro ni provocaría una fea cicatriz afuera.
El doctor examinó s labor desde todos los ángulos. Agregó un toque allí y otro allá hasta que logró una lisura totalmente profesional. Barrió unos cuantos últimos restos de tierra y los arrojó a la caldera. Se detuvo antes de guardar el pico y la pala que había estado usando, y halló ocasión para otro artístico floreo de su cuchara, que dejó a la nueva superficie a nivelo con el piso circundante. En ese momento de suprema concentración, la puerta del pórtico de arriba se cerró con el estallido de una pequeña pieza de artillería, lo cual, como era adecuado, hizo saltar al doctor Rankin como si hubieran disparado contra él.
El doctor levantó un rostro ceñudo y un oído atento. Oyó dos pares de pesados pies que pisaban el resonante piso del pórtico. Oyó abrirse la puerta de3 la casa, y los visitantes entraron en la sala, con la que se comunicaba el sótano mediante un corto tramo de escaleras. Oyó silbar, y luego las voces de Buck y Bud que gritaban:
– ¡Doctor! ¡Eh, doctor! ¡Pican!
Ya fuera que el doctor no tenía ganas de pescar aquel día, o que, como otros de su tipo corpulento y pesado, experimentaba una reacción especialmente brusca e insociable al ser súbitamente alarmado, o que estaba simplemente ansioso por terminar sin que le molestaran la tarea entre manos y pasar a obligaciones más importantes, no respondió inmediatamente al griterío con que lo invitaban sus amigos. En cambio, escuchó mientras seguía su curso natural, hasta cesar por fin en un diálogo perplejo y apresurado.
– Parece que salió.
– Dejaré una nota diciéndole que estamos en el arroyo, que venga.
–Podríamos decírselo a Irene.
–Pero tampoco está aquí. Uno pensaría que ella iba a estar por aquí.
–Debe estar, según el aspecto de este sitio.
–Tú lo has dicho, Bud. Mira esta mesa, no más. Se podría escribir el nombre…
–¡Ssssh! ¡Mira!
Evidentemente el último en hablar había notado que la puerta del sótano estaba entreabierta, y que abajo brillaba una luz. Enseguida la puerta se abrió, y Bud y Buck se asomaron.
–¡Vaya, doctor! ¡Aq uí estaba!
–¿No nos oyó gritar?
El médico, no demasiado complacido por lo que había oído, sonrió sin embargo con su sonrisa más bien inexpresiva, mientras sus dos amigos bajaban los escalones.
–Creí haber oído a alguien –dijo.
–Gritamos hasta desgañitarnos –repuso Buck–. Pensamos que no había nadie en casa. ¿Dónde está Irene?
–De visita –dijo el doctor–. Se fue de visita.
–Oiga, ¿qué pasa? –preguntó Bud–. ¿Qué hace? ¿Sepultar a uno de sus pacientes o qué?
–Ah, es que había una filtración de agua en el piso –dijo el doctor–. Pensé que sería algún manantial abierto, o algo así.
–¡No me diga! –exclamó Bud, asumiendo instantáneamente el elevado punto de vista ético del agente de propiedades–. Vaya, doctor, yo le vendí esta casa. No diga que le busqué un tugurio donde hay un manantial subterráneo.
–Había agua –dijo el médico.
–Sí, pero, doctor, puede fijarse en ese mapa geológico que pusieron en el Club Kiwanis. No hay mejor parte de subsuelo en todo el pueblo.
–Parece que le vendió un clavo –sonrió Buck.
–No –replicó Bud–. Oye. Cuando llegó aquí, el doctor era inexperto. Admitirás que era inexperto. ¡Cuántas cosas no sabía!
–Compró la catramina de Ted Webber –dijo Buck.
–Habría comprado la casa de Jessop si yo lo hubiera dejado –dijo Bud–. Pero yo no iba a engañarlo.
–Al pobre y simple recién llegado de Poughkeepsie, no –dijo Buck.
–Algunos lo habrían embaucado –dijo Bud–. Tal vez algunos lo hicieron. Yo no. Le recomendé esta propiedad. Él e Irene se mudaron aquí en cuanto se casaron. Yo no habría clavado al doctor con un tugurio donde hubiera un manantial bajo los cimientos.
–Oh, déjenlo –dijo el médico, turbado por tanta rectitud–. Supongo que habrán sido las lluvias tan abundantes, no más.
–¡Al diablo! –exclamó Bud, mirando la punta sucia del pico–. Sí que cavó bastante hondo… Hasta arcilla misma, ¿eh?
–La arcilla está a cuatro pies de profundidad –dijo Bud.
–Dieciocho pulgadas –dijo el doctor.
–Cuatro pies –insistió Bud–. Puedo mostrárselo en el mapa.
–Vamos, basta de discusiones –dijo Buck–. ¿Qué le parece doctor? Una o dos horas en el arroyo, están picando.
–Imposible muchachos –dijo el doctor–. Tengo que ver a uno o dos pacientes.
–Oh, viva y deje vivir, doctor –dijo Bud–. Deles una oportunidad de mejorar. ¿O quiere despoblar todo el pueblo?
El médico bajó la vista, sonrió y murmuró, como siempre hacía cuando se pronunciaba esta broma en particular.
–Lo siento, muchachos –dijo–. No puedo ir.
–Bueno –dijo Bud, decepcionado–. Supongo que mejor seguimos viaje. ¿Cómo está Irene?
–¿Irene? –repitió el médico–. Mejor que nunca. Se fue de visita a Albany en el tren de las once.
–¿De las once? –repitió Buck–. ¿Para Albany?
–¿Dije Albany? –preguntó el doctor–. Quise decir Watertown.
–¿Amigos en Watertown? –inquirió Buck.
–La señora Slater –repitió el médico–. El señor y la señora Slater. Dijo Irene que vivía al lado de ellos cuando era niña, en la calle Sycamore.
–¿Slater? –dijo Bud–. ¿Al lado de Irene? En este pueblo, no.
–Oh, sí –dijo el doctor–. Me habló de ellos anoche. Recibió una carta. Parece que esta señora Slater la cuidó una vez, cuando su madre estaba en el hospital.
–No –dijo Bud.
–Eso es lo que me dijo –repuso el médico–. Claro que fue hace bastantes años.
–Mire doctor –dijo Buck–. Bud y yo nos criamos en este pueblo.
Conocimos a la familia de Irene toda la vida. Entrábamos y salíamos de su casa a cada rato. Nunca hubo nadie llamado Slater en la casa del al lado.
–Quizá esta mujer se haya casado de nuevo –sugirió el médico–. Quizá haya sido otro apellido.
Bud meneó la cabeza.
–¿A qué hora fue Irene a la estación? –preguntó Buck.
–Oh, hace alrededor de un cuarto de hora –dijo el doctor.
–¿No la llevó usted? –preguntó Buck.
–Fue a pie –contestó el médico.
–Vinimos por la Calle Mayor –dijo Buck–. No nos encontramos con ella.
–Tal vez haya cruzado la pradera a pie –dijo el médico.
–Es una dura caminata, con una valija –dijo Buck.
–Llevaba solo un par de cosas en el maletín –dijo el doctor.
Bud seguía meneando la cabeza. Buck miró a Bud, y luego el pico, el cemento húmedo y radiante del piso.
–¡Jesucristo! –exclamó.
–¡Dios santo, doctor! –dijo Bud–. ¡Un hombre como usted!
–¿Qué están pensando, condenados idiotas, en nombre del cielo? –preguntó el doctor–. ¿Qué tratan de insinuar?
–¡Un manantial! –exclamó Bud–. Debí haber sabido en seguida que no era ningún manantial.
El doctor miró su labor, el pico, los grandes rostros preocupados de sus dos amigos. Su propia cara se puso lívida.
–¿Estoy loco? –dijo–. ¿O lo están ustedes? Sugieren que yo he…que Irene… mi esposa. ¡Oh, vamos! ¡Váyanse! Sí, vayan en busca del sheriff. Díganle que venga y empiece a cavar. Grandísimos… ¡Fuera!
Bud y Buck se miraron, moviendo los pies, y se quedaron de nuevo inmóviles.
–Vayan –dijo el doctor.
––No sé –dijo Bud.
–No es lo mismo que si no hubiera sido provocado –dijo Buck.
–Bien lo sabe Dios –dijo Bud.
–Lo sabe Dios –dijo Buck–. Tú lo sabes. Yo lo sé. Todo el pueblo lo sabe. Pero prueba decírselo a un jurado.
El doctor se llevó las manos a la cabeza.
–¿Qué pasa? –preguntó–, ¿qué es eso? ¿Qué están diciendo ahora? ¿A qué se refieren?
–¡Esto sí que es verse en aprietos –dijo Buck–. Doctor, usted entiendo cómo es la cosa. Hay que pensarlo un poco. Hemos sido amigos desde el primero momento. Buenísimos amigos.
–Pero tenemos que pensar –dijo Bud–. Es grave. Provocación o no, hay leyes en el país. Hay algo que llaman ser cómplice.
–Hablaban de provocación –les recordó el doctor.
–Tiene razón –dijo Buck–. Y usted es nuestro amigo. Y si alguna vez pudo decirse que está justificado…
–Tenemos que arreglar esto de algún modo –dijo Bud.
–¿Justificado? –repitió el médico.
–No podía dejar de enterarse tarde o temprano –dijo Buck.
–Nosotros podríamos habérselo dicho –dijo Bud–. Pero… ¿qué diablos?
–Podríamos –dijo Buck–. Y casi lo hicimos. Hace cinco años. Antes de que se casara con ella. No hacía seis meses que usted estaba aquí, pero le teníamos cierta simpatía. Pensamos en sugerírselo. Hablamos de eso. ¿Recuerdas, Bud?
Bud asintió con la cabeza.
–Qué raro –dijo–. Fui franco respecto de esa propiedad de Jessop. No quise dejarle que comprara eso, doctor. Pero casarse es otra cosa… Pudimos habérselo dicho.
–Somos responsables de eso –dijo Buck.
–Tengo cincuenta años –dijo el doctor–. Supongo que para Irene soy bastante viejo.
–Aunque fuera Johnny Weissmuller a los veintiuno, lo mismo daría –dijo Buck.
–Sé que muchos piensan que ella no es exactamente una esposa perfecta –dijo el doctor–. Tal vez no lo sea. Es joven, está llena de vida.
–¡Oh, basta! –dijo Buck con aspereza, mirando el cemento reciente–. Basta, doctor, por favor.
El médico se pasó la mano por la cara.
–No todos quieren lo mismo –dijo–. Yo soy un individuo algo seco. No me franqueo con mucha facilidad. Irene… podría llamársela alegre.
–Usted lo ha dicho –intervino Buck–. Demasiado alegre.
–No es ninguna ama de casa –continuó el médico–. Lo sé. Pero eso no es lo único que un hombre quiere. Ha disfrutado…
–Sí –dijo Buck–. Claro.
–Eso es lo que amo –dijo el doctor–. Porque yo no soy así. Mentalmente no es muy profunda… Bueno. Digamos que es estúpida. No me importa. Perezosa. Sin método. Bueno, yo tengo método de sobra. Ha disfrutado. Es bella. Es inocente. Como una niña.
–Sí. Si eso fuera todo –dijo Buck.
–Un tipo decente y recto viene a un sitio como éste y se casa con la loca del pueblo –dijo amargamente Bud–. Y nadie se lo dice. Todos observan no más.
–Y se ríen –dijo Buck–. Tu y yo, Bud, lo mismo que los demás.
–Le dijimos que se cuidara –dijo Bud–. La previnimos.
–Todos la previnieron –dijo Buck–. Pero la gente se harta. Cuando empezó con camioneros…
–Nunca fuimos nosotros doctor –dijo Bud con seriedad–. Por lo menos, desde que usted vino.
–La población estará de su parte –dijo Buck.
–Eso no querrá decir gran cosa cuando el caso sea juzgado en la capital del distrito –dijo Bud.
–¡Oh! –exclamó súbitamente el doctor–. ¿Qué haré? ¿Qué haré?
–Lo dejo en tus manos, Bud –dijo Buck–. Yo no puedo entregarlo.
–Cálmese doctor –dijo Bud–. Tranquilícese. Oye Buck, Cuando llegamos no había nadie en la calle, ¿verdad?
–Creo que no –repuso Buck–. Por lo menos nadie nos vio bajar al sótano.
–Y no bajamos –dijo Bud, dirigiéndose al doctor con tono incisivo–. ¿Entendió, doctor? Llamamos arriba, esperamos uno o dos minutos y nos fuimos. Pero nunca bajamos a este sótano.
–Ojalá no lo hubieran hecho –dijo pesadamente el médico.
–Lo único que debe hacer es decir que Irene salió de paseo y que nunca regresó –dijo Buck–. Bud y yo podemos jurar que la vimos salir del pueblo con un individuo en un… bueno, digamos un Buik. Todos lo creerán, descuide. Nosotros lo arreglaremos. Pero más tarde. Ahora mejor nos vamos enseguida.
–Y recuerde bien –dijo Bud– no se aparte de eso. Nunca bajamos aquí, ni lo vimos hoy. ¡Hasta luego!
Bud y Buck subieron los escalones, moviéndose con un grado de cautela más bien absurdo.
–Será mejor que tape ese… eso –dijo Buck por sobre el hombro.
Una vez solo, el médico se sentó en un cajón vacío, sosteniéndose la cabeza con ambas manos. Seguía sentado de esa manera cuando se oyó de nuevo la puerta del pórtico. Esta vez no se sobresaltó. Escuchó. La puerta de la casa se abrió y cerró. Una voz llamó.
–¡Iuju! ¡Iuju! Volví…
El doctor se puso lentamente en pie.
–Estoy aquí abajo, Irene –dijo.
Se abrió la puerta del sótano. Una mujer joven se detuvo en lo alto de la escalera.
–¿Te das cuenta? –dijo–. Perdí el maldito tren.
–¡Ah! –dijo el doctor–. Volviste a campo traviesa?
–Sí, como una tonta –repuso ella–. Pude haberme hecho llevar por alguien y alcanzado el tren más adelante. Pero no lo pensé. Si me hubieras llevado al emplame, podría haberlo alcanzado.
–Tal vez –dijo el médico–. ¿Te encontraste con alguien al volver?
–Ni un alma –dijo ella–. ¿Todavía no terminaste con ese arreglo?
–Me temo que tendré que hacerlo todo de nuevo –dijo el doctor–. Baja querida, y te lo mostraré.
"De Mortuis” no es solo un relato de suspenso o terror psicológico más. Porque no solo cuenta la historia de un hombre y su “transformación”, de una mujer de mala reputación y de dos amigos medio imbéciles que vienen a romper la delicada armonía que mantenía estable a la pareja. “De Mortuis” nos cuenta la historia de un pueblo, y con ello, la historia de todas las personas que componen una sociedad. Porque indaga en los vericuetos profundos e intrincados de la psique, donde se suelen alojar las pasiones humanas más oscuras y perversas.
Con sumo cuidado, el escritor inglés John Collier irá construyendo este relato, cuya frugalidad y economía narrativa son tan exquisitos, que el lector no necesitará más para dar sentido a la historia, dado que todo lo tiene ya en su cabeza, como una especie de respuesta preestablecida que se impone ante ciertos acontecimientos.
Porque pocas veces se ha contado tanto, sin decir absolutamente nada. Todo aquí es una sugerencia: las historias de los amigos, las intervenciones del narrador y los pensamientos del protagonista. Incluso sugiere una reacción específica del lector, que presiente, comprende, y finalmente acepta el desenlace, por el solo hecho de que completa de forma verosímil la historia. Pero lo inquietante es ¿por qué? ¿Cómo está configurado el imaginario colectivo para “comprender” de antemano, es decir, para validar la transformación del doctor Rankin? ¿Existen situaciones extremas que justifican el asesinato? ¿Cuándo un hombre decide convertirse en asesino? ¿Cuando se entera de cuestiones que perturban su orgullo, o bien, cuando tiene relativa seguridad de que sus actos son justificados, aceptados y tapados? El doctor Rankin era un hombre común, entregado ahora a la tarea de tapar un pozo, un desajuste que estaba perturbando la comodidad de su hogar. ¿Acaso no es eso mismo lo que proponen sus amigos Buck y Bud? Encubrir, tapar ese desajuste social llamado Irene: "Será mejor que tape ese… eso –dijo Buck por sobre el hombro".
A través de la utilización del diálogo, protagonista y lector se irán enterando de las costumbres de Irene, las cuales entienden (entendemos) motivo suficiente como para adivinar que su cadáver, efectivamente, podría estar debajo del pozo, tal y como los dos amigos lo sugieren. Pero no lo está. Sin embargo esa idea queda sembrada en el inconsciente, nuestro y del doctor Rankin, tanto así como para aceptar un final magistral que no se devela, pero que ya todos terminan por aceptar.
No es casual que este hecho de transformación interna se desarrolle en un sótano, símbolo tácito del inconsciente profundo, es decir, aquello que está por debajo del umbral de la conciencia, aquel lugar donde se arrojan los trastos y deshechos que no utilizamos, pero que existen, que están ahí en estado latente, en caso de que queramos recuperarlos en algún momento.