
"El recuerdo" - Pilar de Lusarreta (1971)
El recuerdo
Cuando, tras el funeral y el entierro, José Pablo llegó como nuevo propietario a “San Blas”, partido de General Balcarce, lo encontró todo, absolutamente todo, digno de una crítica acerba.
No le importaba que aún no se hubiera abierto el testamento. Se sabía legatario universal de los bienes de su madrina. Habían hablado de eso cientos de veces con la serenidad que dan los ochenta y pico por un lado y los treinta y tantos por otro.
–Todo será tuyo, todo. No tengo en el mundo más vinculaciones de parentesco que vos y los tuyos… sólo te pido…
La retahíla de todos los viejos: sentimentalismo, zonceras.
Y la saliva que había tragado en cada visita a San Blas para no decirle a su madrinita que el chalet era una tapera, los campos un cardal, la hacienda chúcara; que había por las casas más perros que vacas en el campo… ¿Qué podía rendir aquello? ¡Si se vivía con tres cuartos de siglo de atraso por la parte baja! Y para colmo, en medio del parque, el “pabellón” de la loca, aquel pabellón que había sido el espanto de sus veraneos de infancia y ahora le provocaba una repugnancia indecible.
Ah, pero todo iba a cambiar como con varita mágica.
Y como un anticipo de ella se golpeaba con furia la caña de la bota con una rama flexible de sauce.
¡Qué métodos de trabajo! ¿Qué rendimiento iba a dar aquello? Ahora iba a saberse quién era él. Demasiado había esperado. Y eso sin que ni por asomo le hubiera deseado la muerte a Angelita. Eso no, ni pensarlo. Está bien que se sabía su heredero universal, pero la quería; sólo que, a los ochenta y tantos, cuando uno muere no hay mucho que lamentar.
Miró en derredor pensando: “Mi campo”. Y se lo imaginaba todo transformado: en vez del horrible chalet fin de siglo, una simple casa estilo californiano; en vez de un sistema de explotación basado en rémoras y “tabús”, cultivos modernos, sorgos híbridos, pasturas mejoradas, animales de pedigree, control sanitario, galpones y tinglados nuevos. Llegaría a ser –fuese como fuese– lo que quería: un aristócrata de la ganadería argentina, y “San Blas” un cabaña de crédito. Pensaba en voz alta. Y el capataz, el viejo Sosa, contestaba a todo:
–Como mande, patrón.
“Por supuesto”, pensaba el heredero. “Este viejo va a salir de acá pitando… Bueno para criar gallinas en un rancho. Una jubilación medio decente, y que se vaya”.
Cierto que Angelita, mano en su mano –y aún transpiraba al recuerdo- le había dicho antes de morir: “Ya sabés, Josecito, no me lo despidas por nada, al Ubaldo Sosa. Y cuidá que el pabellón de Ana María no lo toque nadie. Al fin, ella era la dueña de todo, ya lo sabés”.
Ah, pero José Pablo sólo había dicho: “Estáte tranquila, madrinita”. ¡Qué alivio que perdiera el conocimiento antes de obligarlo a prometer nada! Porque precisamente ahí, donde estaba el famoso pabellón, era donde había decidido construir la pileta de natación y el campo de tenis para recreo de los chicos.
Una historia de dormirse parado la de la tan mentada Ana María, muerta treinta años antes de nacer él. Una idiota que había frustrado su vida por obediencia paterna, causa del suicidio de un enamorado, y que medio chiflada se encerró en el pabellón. Una de esas historias que hacían lagrimear hace setenta años y ahora te atragantan de risa.
–Todo esto va ir abajo –una vez más José Pablo había pensado en voz alta. El viejo que lo acompañaba en la recorrida alzó la cabeza:
–¿Cómo? –dijo–. ¿El pabellón…? No li aconsejo, patrón, es sagrao.
–Pero es que yo no le pido consejo. Ahora mismo vamos a abrir la puerta de esa pocilga…
–No tengo la llave. No la tiene nadies. Está cerrada por dentro.
–No le hace.
José Pablo era un violento. ¡A él con sentimentalismos y supersticiones! Sacó el revólver y, de dos disparos, saltó la cerradura herrumbrada. Y en seguida de una patada abrió la puerta de hierro.
Al principio no vio nada. Todo estaba casi a oscuras: moho, polvo, rumor de alimañas… Pero allá, al fondo, del otro lado del piano, había algo, alguien; una figura muy alta, con un ropaje lacio; una presencia sin cara, pero que lo miraba… Y José Pablo la vio moverse y avanzar paso a paso, con una lentitud pavorosa, y en cada paso ir deshaciéndose como si fuera de arena, de ceniza… Venía hacia él, y José Pablo retrocedía, como si aquella cosa, aún a distancia, lo rechazara. Los cabellos se le erizaban y las rodillas se le hacían flojas; retrocedía y la cosa iba cambiando de forma. Ya no parecía una mujer sino un gran pájaro que en cada aleteo lo cubría de polvo, desintegrándose, desvaneciéndose. Cuando llegó a la puerta, por encima de su cabeza se perdió en la luz echándole encima una lluvia de ceniza.
Desorbitado y frenético José Pablo ordenó a Sosa:
–Cerrá esa puerta. Que le pongan cadena y candado.
El viejo acabó de santiguarse y se encogió de hombros.
–¿Pa qué, si aura ya adentro no queda nada?
–Pero co… ¿qué era eso?
–Vaya a saber, patrón… un recuerdo.

¿Cuál es el alcance de la vida? ¿Cuál, el patrimonio de la muerte? ¿Existen, acaso, puertas secretas que comunican interna, misteriosamente un mundo con el otro? Qué es un recuerdo, sino una imagen viva, aunque fantasmal y nostálgica, filtrada por las trampas de la memoria, de aquello que nos antecede, que alguna vez fue y que ahora ya no está. Pero, ¿no está?
“El recuerdo”, de la escritora y dramaturga argentina Pilar de Lusarreta, propone una respuesta alternativa a todo esto.
Cuando José Pablo, un joven enérgico y arrogante, se dispone a tirar abajo una vieja construcción para establecer su dominio, vulnera con imprudencia un espacio sagrado: el espacio donde habita el recuerdo. Pero este no es un recuerdo encarcelado en la caprichosa prisión de la mente. Por el contrario: el recuerdo es tan respetado, tan vivo, tan insistentemente evocado, que toma corporeidad y, como un fantasma, mora en una pequeña estancia donde no desea ser perturbado.
Sin embargo José Pablo ignora, decide ignorar este recuerdo, y sacudir las polvorientas sábanas de la memoria a fin de limpiar el lugar de mugre y superstición: “¡A él con sentimentalismos y supersticiones! Sacó el revólver y, de dos disparos, saltó la cerradura herrumbrada”.
No estaba preparado, no podía estarlo, para lo que sucede. El recuerdo es aquí un agente, sino vivo, al menos uno que no puede morir. Las consideraciones de los vivos lo mantenían atado al mundo terreno. Habita un espacio marginal, pero allí está, corrompido por el tiempo, como se corrompe el recuerdo en la memoria, cuando es lejano y las aguas de la imaginación horadan sus costas.
José Pablo se espanta, retrocede, cierra la puerta, da órdenes ante aquel portento degradado que, sin embargo, se deshace y se rinde al escándalo de ser ignorado. Como un alma exorcizada, el recuerdo se desvanece y abandona el plano donde alguna vez habitó, porque la casa de la memoria fue vulnerada y ya no hay quien lo evoque.
Pero existe en esto un giro inquietante: en el cuento "La memoria de Shakespeare" y en algunas de sus poesías, Borges plantea la pertinencia de la memoria y el lenguaje como constructores efectivos de la Tradición. En "El recuerdo", Lusarreta parece indagar y profundizar en esta idea. Porque si el recuerdo es aquí parte de una Tradición pretérita, muerta o corrompida, pero que aun así habita en la memoria, quizá sea preciso entonces la audacia siempre arrogante de las nuevas generaciones en su búsqueda de desprenderse de las ataduras a las que la Tradición somete.