
Irreverencias. Novalis y su flor azul
Por Redacción Flor azul
La irreverencia fue uno de los mecanismos más representativos del Romanticismo temprano de fines del XVIII, movimiento tendiente a rescatar valores vejados por la normativa histórica de cada tiempo y sociedad. Esta irreverencia nacida del idealismo alemán reivindicará el valor estético de lo enfermizo (en tanto ingenio) y de lo sentimental (en tanto espiritual); resignificará sus conceptos, y los juzgará positivos, dignos del más ferviente elogio. Para interpretar estas características utilizó hábil y sensiblemente un metalenguaje y a través de él graficó a los sentidos de la sociedad aquello que deambula en el plano de las ideas, y que sólo el genio creador del artista podía evocar y traducir al mundo terrenal.
No se trata del metalenguaje que atiende a los intereses de Wittgenstein, en donde un lenguaje resulta apropiado para hablar de otro, sino en una acepción más amplia, como todo aquello que está detrás, más allá del lenguaje, aquel misterio, como decía Azorín, que no será jamás por nadie enteramente esclarecido.
Ahora bien, al repasar el Romanticismo como la corriente que inaugura el proyecto teórico de la literatura, es decir, no la ilusión romántica que trasciende hasta nuestros días como vulgarmente conmovedora y lacrimógena, sino como etapa primera de lo sentimental, de “aquello donde domina el sentimiento, pero no el sensual, sino el espiritual”, irrumpe con un estruendo volcánico el nombre de Georg Philipp Friedrich von Handerberg, o Novalis.
Todo en él fue inconcluso, acaso para reforzar la idea de que sólo la poesía puede ser absoluta: sus escritos irresueltos, su amor precoz que sucumbe ante la muerte de la amada, al fin, el temprano eclipse de su existencia. Y sin embargo, él, irreverente incluso en su destino, catapultado hacia la eternidad.
Icono del espíritu romántico tras su muerte temprana, fue el primero en utilizar la imagen de La Flor Azul como símbolo del amor y la eternidad. Inspirado en una pintura de su amigo Friedrich Schwedenstein, creó este símbolo en su novela Heinrich von Ofterdingen, en donde después de un encuentro con un extraño, el joven protagonista Heinrich, sueña que camina por un paraje excepcional y entra en una cueva que contiene una brillante flor azul, rodeada de cientos de flores de diversos colores. La imagen lo deslumbra y sus ojos se embriagan de ternura. En la flor azul se unen lo natural, el hombre y el espíritu humano; y en esa alquimia se recrea el afán por el conocimiento de la naturaleza y consecuentemente, de uno mismo.
Más de dos siglos han pasado desde aquel primer Romanticismo, y por supuesto la literatura se fue ampliando, confundiendo con otras esferas del arte y las ciencias. La característica principal de la literatura, se dice, es que hace un uso del lenguaje que no es unívoco, que no es fundamentalmente comunicacional, que no presenta las formas de la transparencia, de la veracidad, de lo verosímil; que la transmisión simple, clara y efectiva del mensaje no son su objetivo, sino que por el contrario, este está dado en explotar la complejidad del lenguaje.
Sin embargo los preceptos literarios no son inmutables, porque tampoco lo es la palabra. Lo literario ha superado ya las limitadas disputas de autonomía. La literatura no tiene límites por el sólo hecho de no ser algo que pueda ya encasillarse, moldearse, finalmente, domarse: literatura es lo real y lo ficticio; lo que sucedió y lo que podría suceder. La literatura aprehende todo aquello susceptible de ser vivido, es decir, de ser imaginado. Jugar con las palabras está al alcance de todo el mundo. Es por eso que los géneros y las formas cambian, y que cualquiera puede captar en el lenguaje algo del orden de lo literario.
La literatura de hoy ha recorrido los caminos de la desacralización; se confunde cada vez más en un sistema de significaciones ambivalentes, en donde los estético se retroalimenta de la cultura, y sus lecturas no permiten juzgarlas con parámetros meramente literarios, sino también socio-económicos. La realidad es ficción y la ficción es la realidad. No obstante esto, no existe la intención de generar una disputa, desde ya irrelevante y anacrónica, acerca de lo que es o no la Literatura. Así, ella aparece a la vez como la expresión máxima, proyección de la subjetividad del alma o el reflejo en el plano sensible del genio creador, tal y como el Romanticismo temprano planteaba, pero también en tanto sistema integrado al medio de producción capitalista, es una mercancía, con valor de cambio y resultado indiscutible de la cultura, donde el trabajo de la palabra es utilizado con fines muy distintos a la mera contemplación del mundo.
Y después de todo ello, por sobre todo ello, el nombre de Novalis perdura, e incluso en nuestros días es recuperado en ediciones independientes, que nos sirven, tal vez, para marcar el paso de las sociedades en las que vivimos y recomendar observarlas desde una
mirada Otra: "Pero yo me vuelvo hacia la noche; la santa, indecible,misteriosa noche. Lejos queda el mundo...", escribe Novalis en
el primerode los seis poemas que componen Himnos a la noche, título reciente –2017– de la colección Zona de Tesoros de Interzona.
Georg Philipp Friedrich von Handerberg, Novalis, asoma como la quintaescencia del idealismo alemán, el hijo pródigo de aquel Romanticismo Temprano liberado al mundo desde su círculo de intelectuales de Jena. Aquel joven audaz que diera el carácter de absoluto sólo a lo poético, como lo único que representaba en sí mismo un principio y fin, con la forma de un desdoblamiento "entre la luz y la oscuridad, el sueño y el despertar, la historia y la eternidad, la soledad y la vida nueva...". En esa dialéctica eterna la conclusión única y completa no era más que la poesía.
Redescubrir el mundo, tal vez, no sea más que eso: observarlo de forma irreverente, concentrando en él una mirada poética.
Algunas obras de Novalis
