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La cosa en el sótano

 

Era un gran sótano, totalmente desproporcionado en relación a la casa que había encima. El propietario sostenía que probablemente fue construido para un tipo de estructura claramente diferente de la que se elevaba sobre él. Quizás la primera casa había sido quemada y la pobreza había causado una disminución de las dimensiones de la vivienda erigida para ocupar su lugar.

Una sinuosa escalera de piedra conectaba el sótano con la cocina. Allí abajo los sucesivos propietarios de la casa habían guardado leña, verduras de invierno, y toda clase de desperdicios. La basura había sido empujada gradualmente hasta que se convirtió en una especie de montículo. Nadie sabía, y a nadie le importaba, lo que había detrás. Durante años, nadie lo había cruzado para penetrar en los confines negros del sótano detrás de él.

En lo alto de los escalones, separando la cocina del sótano, había una robusta puerta de roble. Esta puerta era, en cierto modo, tan peculiar y fuera de contexto en relación con el resto de la casa como el sótano. Era un tipo de puerta bastante extraña para encontrar en una casa moderna, y sin duda muy inusual para estar colocada en el interior de una casa: gruesa, robusta, hábilmente chapada con enormes bisagras de hierro forjado y una cerradura que podría haber pertenecido a un antiguo castillo. Separar una casa del mundo exterior, ese es el objetivo de una puerta como aquella; situada entre la cocina y el sótano parecía ser algo peculiarmente inapropiado.

Desde los primeros meses de su vida, Tommy Tucker parecía infeliz en la cocina. En el salón delantero, en el comedor formal, y especialmente en el segundo piso de la casa, actuaba como un niño normal y saludable; pero en la cocina, invariablemente, comenzaba a llorar. Sus padres, siendo personas sencillas, comían en la cocina, salvo cuando tenían compañía; y, siendo pobre, la señora Tucker hacía la mayor parte de su trabajo allí, aunque ocasionalmente tenía una empleada para hacer la limpieza extra de los sábados, de manera tal que pasaba gran parte de su tiempo en la cocina. Tommy se quedaba con ella, al menos mientras no pudiera caminar. Gran parte del tiempo estaba decididamente infeliz.

Cuando Tommy aprendió a arrastrarse, no perdió tiempo en salir de la cocina. Tan pronto como le dio la espalda a su madre, el pequeño se arrastró lo más rápido que pudo hacia la puerta que se abría al frente de la casa, el comedor y el salón delantero. Una vez fuera de la cocina, parecía feliz; al menos, dejó de llorar. Al regresar a la cocina, sus aullidos convencieron a los vecinos de que se trataba de algún tipo de cólico, con lo cual le llevaron a los Tucker más de una taza de hierba gatera y té de salvia.

No fue hasta que el niño aprendió a hablar que los Tucker tuvieron alguna sobre qué lo hacía llorar de ese modo cuando estaba en la cocina. En otras palabras, el bebé tuvo que sufrir durante muchos meses hasta que obtuvo al menos un poco de alivio, e incluso cuando le dijo a sus padres cuál era el problema, no pudieron comprenderlo. No es de extrañar, porque ambas eran personas trabajadoras y de mente simple.

Lo que finalmente aprendieron de su pequeño hijo fue esto: que si la puerta del sótano estaba cerrada y bien sujeta con el pesado hierro, Tommy podía, al menos, comer en paz; si la puerta simplemente estaba cerrada y no trabada, se estremecía de miedo, aunque permanecía callado; pero si la puerta estaba abierta, si incluso la más mínima veta negra mostraba que no estaba bien cerrada, entonces el pequeño niño de tres años gritaba hasta el cansancio, especialmente si su padre, ya cansado, le negaba el permiso para irse la cocina.

Jugando en la cocina, el niño desarrolló dos hábitos interesantes. Trapos, trozos de papel y astillas de madera se empujaban continuamente debajo de la gruesa puerta de roble para llenar el espacio entre la puerta y el alféizar. Cada vez que la señora Tucker abría la puerta, siempre había algo de basura allí, colocada por su hijo. Esto le molestaba, y más de una vez el pequeño recibió una reprimenda por esta conducta, pero el castigo no actuó de ninguna manera como un elemento disuasorio.

El otro hábito era más singular todavía: una vez que la puerta se cerraba con llave, él se atrevía a caminar valientemente hacia ella y acariciar la vieja cerradura. Incluso cuando era tan pequeño que tenía que ponerse en puntas de pie para tocarla con la yema de los dedos, la acariciaba con absoluta calma y lentitud. Más tarde, a medida que fue creciendo, solía besarla.

Su padre, que solo veía al niño al final del día, decidió que no tenía sentido permitir semejante conducta, y en su forma masculina trató de romper los hábitos del muchacho. No fue necesario, por parte del hombre trabajador, comprender la psicología de la conducta de su hijo. Todo lo que sabía era que su pequeño hijo estaba actuando de una manera decididamente extraña.

Tommy amaba a su madre y estaba dispuesto a hacer todo lo posible para ayudarla en los quehaceres domésticos, pero había una cosa que él no haría, que nunca hizo, y era llevar o ir a buscar algo al sótano. Si su madre abría la puerta, él salía corriendo y gritando de la habitación, y nunca regresaba voluntariamente hasta que le aseguraran que la puerta estaba cerrada.

Nunca explicó por qué actuaba de este modo. De hecho, se negaba a hablar sobre eso, al menos con sus padres, y eso, creo, fue lo mejor, porque si lo hubiera hecho simplemente habría acentuado la idea de que algo andaba mal con su único hijo. Intentaron, a su manera, romper con sus hábitos inusuales; pero al no poder cambiarlos en absoluto, decidieron ignorar sus peculiaridades.

Es decir, las ignoraron hasta que cumplió seis años y llegó el momento de que fuera a la escuela. Era un niño pequeño pero robusto en ese momento, y más inteligente que la mayoría de los chicos que comenzaban en la escuela primaria. El señor Tucker, a veces, estaba orgulloso de él; lo único que ensombrecía ese sentimiento era la actitud del niño hacia la puerta del sótano.

Finalmente, la familia recurrió al médico del vecindario. Fue un evento importante en la vida de los Tucker, tan importante que exigió el uso de ropa dominical y todo ese tipo de cosas.

—El asunto es solo esto, doctor Hawthorn —dijo el señor Tucker, de una manera algo avergonzada—. Nuestro pequeño Tommy tiene la edad suficiente para comenzar la escuela, pero se comporta como un niño con respecto a nuestro sótano, y la señora y yo pensamos que usted podría decirnos qué hacer al respecto. Deben ser sus nervios.

—Desde que era un bebé —continuó la señora Tucker, retomando el hilo de la conversación donde su esposo se había detenido—, Tommy ha tenido un gran miedo al sótano. Incluso ahora, por grande que sea, no me ama lo suficiente como para traerme y llevarme por esa puerta y bajar esos escalones. No es natural que un niño actúe como lo hace, besando la cerradura y todo eso. Esto me lleva al punto en el que temo que pueda volverse tonto a medida que crezca.

El médico, ansioso por satisfacer a los nuevos pacientes, y recordando vagamente algunas conferencias sobre el sistema nervioso que recibió cuando era estudiante de medicina, hizo algunas preguntas generales, escuchó el corazón del niño, examinó sus pulmones y miró sus ojos y uñas. Por fin comentó:

—A mí me parece un muchacho totalmente sano.

—Sí, lo es, excepto en relación a la puerta del sótano —respondió el padre.

—¿Alguna vez ha estado enfermo?

—Nada que haya sido grave. Lo normal en un niño —respondió la madre.

—¿Se asusta frecuentemente?

—No. Sólo cuando está en la cocina.

—Bien, les pido ahora que me dejen hablar a solas con Tommy.

Y allí se sentó el médico, muy a gusto, frente al niño de seis años, muy inquieto.

—Tommy, ¿qué hay en el sótano a lo que le tienes tanto miedo?

—No lo sé.

—¿Lo has visto alguna vez?

—No, señor.

—¿Alguna vez lo escuchaste? ¿lo oliste?

—No, señor.

—Entonces, ¿cómo sabes que hay algo allí abajo?

—Porque...

—¿Porqué que?

—Porque hay algo.

Eso era lo más lejos que Tommy podía llegar.

Por fin su aparente obstinación molestó al médico, como lo había hecho durante varios años al señor Tucker. Fue a la puerta y llamó a los padres de vuelta a la oficina.

—Él piensa que hay algo en el sótano —afirmó.

Los Tucker simplemente se miraron el uno al otro.

—Eso es una tontería —comentó el señor Tucker.

—Es solo un sótano sencillo con basura, leña y barriles de sidra —agregó la señora Tucker—. Desde que nos mudamos a esa casa, no me he perdido un solo día sin bajar esos escalones de piedra y sé que no hay nada ahí abajo. Pero el muchacho siempre gritaba cuando la puerta estaba abierta. Ahora recuerdo que desde que era un bebé gritaba cuando la puerta estaba abierta.

—Él piensa que hay algo allí —dijo el médico.

—Es por eso que te lo trajimos, doctor —respondió el padre—. Son los nervios del niño. Quizás algún medicamento lo calme.

—Les diré qué hacer —aconsejó el médico—. Él piensa que hay algo ahí abajo. Tan pronto como descubra que está equivocado, lo olvidará. Lo que deben hacer es abrir la puerta del sótano y hacer que se quede solo en la cocina. Abran la puerta de modo tal que no pueda cerrarla. Déjenlo solo allí durante una hora y luego vayan y ríanse con él al mostrarle lo tonto ha sido para tenerle miedo a un sótano vacío. Le daré un tónico para los nervios. Eso ayudará, pero lo importante es demostrarle que no hay nada de qué temer.

En el camino de regreso a la casa de los Tucker, Tommy se separó de sus padres. Lo atraparon después de una persecución emocionante y lo llevaron de la mano durante el resto del trayecto. Una vez en la casa desapareció nuevamente, y fue encontrado en la habitación de invitados debajo de la cama.

Como la tarde ya estaba torcida para el señor Tucker, decidió mantener al niño bajo observación por el resto del día. Tommy no cenó, a pesar de los intentos de la infeliz madre. Se lavaron los platos, se leyó el periódico de la tarde, se humeó la pipa vespertina; y luego, solo entonces, el señor Tucker bajó su caja de herramientas, sacó un martillo y algunos clavos largos.

—Voy a abrir la puerta, Tommy, para que no puedas cerrarla, ya que eso fue lo que dijo el médico. Debes ser un hombre y quedarte aquí solo en la cocina durante una hora. Dejaremos la lámpara encendida, y luego, cuando descubras que no hay nada de qué temer, estarás bien. Serás realmente un hombre, y no algo por lo que un hombre se avergüence de ser el padre.

Al final, la señora Tucker besó a Tommy, lloró y le susurró a su esposo que no lo hiciera y que esperara hasta que el niño fuera más grande; pero no había nada que hacer, excepto abrir la gruesa puerta y dejar al niño solo con la lámpara encendida. Sus ojos ardían como brasas.

Ese mismo día, el doctor Hawthorn cenó con un compañero suyo, un hombre especializado en psiquiatría y particularmente interesado en los niños. Hawthorn le contó a Johnson sobre su nuevo caso, el niño Tucker, y le pidió su opinión.

Johnson frunció el ceño.

—Los niños son raros, Hawthorn. Quizás sean un poco como los perros. Puede ser que su sistema nervioso sea más agudo que el de los adultos. Sabemos que nuestra vista es limitada, también nuestro oído y olfato. Creo firmemente que existen formas de vida que no podemos ver, oír ni oler. Con cierto candor nos engañamos en la falacia de creer que estos seres no existen porque no podemos probar su existencia. El muchacho de los Tucker puede tener un sistema nervioso particularmente agudo; quizás puede percibir vagamente la existencia de algo en el sótano que no es apreciable para sus padres. Evidentemente hay alguna base para este miedo suyo. Ahora bien, no digo que haya algo en el sótano. De hecho, supongo que es solo un sótano común y corriente, pero este niño, desde que era un bebé, ha pensado que hay algo allí, y eso es tan malo como si realmente lo hubiera. Lo que me gustaría saber es qué lo hace pensar así. Dame la dirección y te llamaré mañana para hablar con el pequeño.

Johnson hizo una breve pausa, y luego continuó:

—Si yo fuera tú, me detendría allí de camino a casa y evitaría que ese niño atraviese una situación tan traumática. Evidentemente piensa que hay algo allí.

Pero no lo hay.

—Tal vez no. Sin duda está equivocado, pero él cree que sí.

Preocupado, el doctor Hawthorn decidió seguir el consejo de su amigo.

Era una noche fría, una noche de niebla, y el médico sintió escalofríos mientras caminaba por las calles oscuras. Por fin llegó a la casa de los Tucker. Ahora recordaba que había estado allí una vez, hace mucho tiempo, cuando el pequeño Tommy llegó al mundo. Había una luz encendida en la ventana delantera, y en poco tiempo el señor Tucker llegó a la puerta.

—He venido a ver a Tommy —dijo el médico.

—Sigue encerrado en la cocina —respondió el padre.

—Dio un grito, pero desde entonces ha estado callado —sollozó la esposa.

—Si la hubiera dejado salirse con la suya, habría abierto la puerta, pero le dije: querida, ahora es el momento de sacar a un hombre de nuestro Tommy. Supongo que a esta altura ya sabe que no hay nada que temer ahí abajo. ¿Qué tal si vamos a buscarlo y lo acostamos?

—Ha sido un día difícil para el niño —susurró la esposa.

Llevando la vela sobre la cabeza, el señor Tucker abrió el caminó delante de la mujer y el médico. Finalmente abrió la puerta de la cocina. El cuarto estaba completamente a oscuras.

—La lámpara se ha apagado —dijo el hombre—. En un segundo la encenderé.

—¡Tommy! ¡Tommy! —llamó la señora Tucker.

El doctor corrió hacia donde se extendía una bulto blanco en el suelo. Con angustia pidió más luz. Temblando, examinó lo que quedaba del pequeño Tommy.

Miró entonces hacia la puerta abierta del sótano, y luego a los Tucker.

—Creo que está muerto —tartamudeó.

La madre se arrojó al suelo y recogió en sus brazos la cosa desgarrada y mutilada que había sido, hasta hace poco tiempo, su pequeño Tommy.

El hombre tomó su martillo, sacó los clavos, cerró la puerta con llave, y luego clavó una espiga larga para reforzar la cerradura. Cuando finalizó la operación sujetó al médico por los hombros y lo sacudió frenéticamente.

—¿Qué lo mató, doctor? ¿Qué lo mató? —gritó al oído de Hawthorn.

El doctor lo miró con valentía a pesar del miedo en su garganta.

—¿Cómo puedo saberlo, Tucker? —respondió—. ¿Cómo puedo saberlo? ¿No me han dicho que no había nada ahí? ¿Nada ahí abajo? ¿En el sótano?

David Keller, el autor estadounidense de esta escalofriante obra publicada en 1932, era psiquiatra de profesión. Este dato, que se nos podría antojar como algo meramente biográfico, es, sin embargo,  singularmente significativo para el cuerpo del texto presentado.

Existen referencias nítidas sobre esta relación: la patología que parece presentar Tommy, la problemática que desde la óptica de sus miedos se va desarrollando en el relato, la consulta con el profesional médico que la confirma e incluso aventura un solución y, finalmente, la rectificación que el especialista en psiquiatría realiza como punto desencadenante del desenlace. Todo ello va tejiendo la red que conforma el espíritu psicológico del cuento.

En definitiva la historia coquetea abiertamente con el terror psicológico, incluso se podría trazar un parangón con algunas piezas de Guy de Maupassant o Edgard Allan Poe. Pero, a diferencia de aquellas en donde las historias transcurren en el plano de la sugerencia de lo fantástico hacia la perturbación mental de los personajes, Keller traza el camino inverso. En este cuento, la acción y desarrollo nos empuja a pensar que el dato evidente, acaso el real, es el desorden psicológico de Tommy, y sin embargo, sobre el final de la obra, los hechos decantan hacia lo fantástico, lo sobrenatural, aquello que habita fehacientemente en las profundidades del sótano.

Jorge Luis Borges, al reflexionar sobre el cambio de perspectiva narrativa que sufrió el cuento policial con el correr del tiempo, dijo: “Ahora la clave no es ya la inteligencia a la vez lúcida y pura del detective, sino la mente psicótica y extravagante del asesino. El misterio y el suspenso se concentran en la extraordinaria conciencia del criminal.”  En definitiva, en este cuento, David Keller hace otro tanto con el subgénero de terror psicológico. Lo subvierte, propone un punto de partida desde la dirección contraria.

Si en el cuento policial la justificación de la acción estaba puesta sobre el detective y luego se trasladó hacia la perspectiva del criminal, aquí lo sobrenatural no desencadena en la posibilidad ambivalente de la locura, ahora la certidumbre de la perturbación mental será eclipsada por la revelación del horror sobrenatural que aflora para acallar cualquier posibilidad de duda.

LFA

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La Flor Azul

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