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"La muerte de mi Doble" - José María Salaverría (1923)

Relato y análisis

 

La muerte de mi doble

 

Salía yo de visitar a un amigo en el Hotel París, de Buenos Aires, cuando, al cruzar el ancho vestíbulo, un caballero que leía su periódico se levantó bruscamente y se dirigió a mí con los brazos abiertos y la sonrisa en los labios.

Yo me detuve en seco y procuré demostrarle, con mi grave seriedad, que entre él y yo no había ningún motivo de contacto.

Todos conocemos el sobado recurso de los timadores y sablistas: se acerca un señor, simula conocernos, nos cuenta muchas cosas estrafalarias y termina por llevarnos la cartera o quitarnos una limosna. Viendo a aquel caballero efusivo me puse en guardia y procuré ofrecerle el gesto más esquivo de que es capaz mi rostro. Quise, cuando menos, significarle que yo no era un objeto propicio para un quid pro quo barato y que me tenía atento al ataque del sable. Pero el caballero no se mostró enterado; seguía con los brazos abiertos y la sonrisa en la boca, y mientras pronunciaba yo no sé qué palabras raras, hacía esfuerzos por conseguir de mi frialdad una retribución a sus ademanes efusivos.

Le costó mucho convencerse del error. Hasta que logró salir de aquel trance violento, después de unas corteses excusas.

—¡Se parece usted tanto a mi amigo Rossi! —murmuró cuando se alejaba.

No le presté demasiada importancia al asunto, y hubiese olvidado pronto la escena del hotel si esa escena no llegara a repetirse en la ciudad de Posadas, aunque en forma menos violenta. Tomaba café con varios señores de la localidad, cuando observo que uno de ellos me mira fijamente, me observa de arriba abajo y exclama al fin:

—Si no fuera porque le oigo a usted hablar, diría que es usted el mismo Rossi… ¿No es verdad, señores?

Todos los circunstantes afirmaron, en efecto, que yo tenía un absoluto parecido con el señor Rossi. La misma cabeza, el mismo color de ojos, idéntico tono de voz, y, sobre todo, una gran semejanza en el <<aire>>, esa cosa vaga, indeterminable, que representa para el ser humano la verdadera marca personal, diferenciada y característica: algo que podría llamarse <<reflejo externo y aéreo del alma interior>>.

Empezaba a preocuparme aquel singular parecido. Siempre me mereció extraordinario interés la rara frecuencia con que la Naturaleza puede repetirse. Dicen que nada es igual a nada, y que entre un hombre y otro hay abismos diferenciales, como los hay entre dos hojas de un mismo árbol y dos granos de arena de la misma playa.  Pero es lo cierto que existen sobre los caminos del mundo muchas cosas y personas que se parecen, hasta casi llegar a la identidad. Estos individuos semejantes tienen ya su nombre científico: se les llama sosias. Porque el hecho no es casual ni les ha ocurrido a pocas personas; es un caso frecuente, del cual nos hablan los romanos al contar aquella extraña semejanza existente en un ciudadano particular y el emperador Augusto. Otros varios soberanos han tenido también sosias, así como muchos filósofos, generales y hombres de Estado. La existencia del doble se ha observado en ellos por la expectación que merecen sus personas; pero los demás seres oscuros que transitamos por las calles como sombras tenemos nuestro correlativo, nuestro idéntico, nuestra sombra o nuestro reflejo.

Pero el asunto de mi doble me dio todavía un tercer espectáculo. Esta vez fue en un café de Buenos Aires.

Estaba yo sentado tranquilamente ante mi taza humeante, y un señor, en la mesa de al lado, hacía lo mismo que yo: azucaraba su líquida merienda, mientras percibía con plausible delectación el aroma cálido del café. De pronto se vuelve, se sonríe, toma su taza en la mano y la sitúa sobre mi mesa; arrastra su silla junto a la mía, me extiende la mano y prorrumpre:

—¿Cómo le va, querido Rossi? Yo le hacía a usted en Europa.

Entonces yo acepté la ocasión favorable y me propuse arrostrar el conflicto definitivamente.

—Ya ve usted, señor, que yo no soy quien se figura. No soy Rossi, estoy cierto de que no lo soy, aunque todo el mundo se empeñe. Pero como este incidente se va repitiendo excesivas veces, yo le suplico que me diga, caballero, quién es ese Rossi…

Y supe que mi doble era suizo, de mi misma edad, de un parecido desconcertante. Probablemente nos parecíamos hasta en el carácter. Más aún: Rossi padecía iguales achaques crónicos que yo; es decir, que nuestros cuerpos, nuestros rasgos, nuestras almas, nuestros vicios de la sangre o de los órganos capitales, eran paralelos, simétricos. Con lo cual, sentí vivamente deseos de comprobar aquel problema de identidad: hubiese dado cualquier cosa por ver a Rossi, hablarle, medirle de arriba a abajo y de dentro a fuera.

Pero Rossi tenía algo fantástico; se conocían muy someramente sus andanzas, y nadie me daba con seguridad un rastro de su derrotero. Debía de andar por Europa. En aquel tiempo sentí deseos de saltar el océano, y el capricho de mi fortuna me llevó a viajar por lagos y montañas de Suiza.

Son los suizos unas gentes tranquilas que ofrecen muy pocos rasgos salientes dignos de mencionarse. Enfrente de una naturaleza geográfica tan colosal, majestuosa y variada, el viajero se encuentra con una naturaleza humana perfectamente anodina. Los hombres no están allí a tono con las montañas. Todos los suizos ofrecen el aspecto de unos pequeños burgueses, muy civilizados, económicos y pacíficos, pero también muy vulgares.

Mi paso por Suiza fue breve. Antes que tuviera tiempo de abismarme en aquella Naturaleza espectacular, el rigor de mis asuntos, quién sabe si también el rigor de mi flaco bolsillo, me obligaron a marchar. Tomé en Ginebra el billete de vuelta, que había de llevarme a Lyon. Como faltaran algunos minutos para la salida del tren, decidí sentarme en un banco de la estación y leer con el mayor interés posible un periódico de la localidad.

¿Qué me importaban a mí los asuntos de Ginebra? Nada, probablemente. Sin embargo el destino quería que encontrase en aquel momento en la hoja periodística un tema interesante, que se refería a la detención y proceso de un anarquista polaco. Aquí, pues, en este hecho ilógico, se demuestra que había una voluntad del destino empeñada en tenerme atento, abstraído y con la mirada sujeta a las letras del periódico. Se ve claramente que esa voluntad del destino quería que yo no pudiese mirar fuera ni descubrir a las personas que pasasen.

Y pasó, en efecto, una persona culminante por mi lado, casi rozándome la ropa. Si llega a fracasar aquella ocasión, en todos los momentos que me quedaban de mi vida no volvería a presentarse más. Era el momento decisivo: era ese momento convergente y fenomenal en que dos existencias, venidas de distancias dispares, se encuentran en un mismo punto y en un mismo minuto, como dos trayectorias siderales que se unen matemáticamente en un punto señalado en el infinito. Ese fenómeno trascendental, ese instante de convergencia matemática suele marcarse en nuestra vida por acontecimientos decisivos: es el instante verbigracia, en que nos encontramos con nuestra amada y en que cruzamos con ella una primera y definitiva mirada, que tiene la categoría de un contrato eterno; o es también el instante en que tropezamos con el enemigo que nos ha de perder, o con el negocio que nos ha de salvar, o con la idea máxima que será el punto inicial de un nuevo sistema de pensamiento.

Pero si había una voluntad oculta empeñada en retener mi vida en el periódico, otra voluntad fatal compadecía a la anterior, y gracias a ella no se malogró el encuentro de mi persona con la otra, con la persona de <<él>>. Todos estos hechos pasajeros, y en ocasiones inverosímiles, nos enseñan a pensar que nuestro mundo está lleno de voluntades contradictorias, unas favorables y otras enemigas, que son, al fin, las que deciden de nuestros actos: algo parecido a lo que Sócrates bautizó con el nombre de <<demonios familiares>>.

Sucedió que una racha de aire arrastró mi sombrero y lo arrojó a tierra. Me agaché para recogerlo, y al levantar la mirada vi a pocos pasos a un hombre que se había detenido en el andén; mi brusca maniobra le obligaba a interrumpir su marcha veloz hacia el tren que partía. Llevaba un maletín en la mano derecha y con la izquierda retenía su bastón, junto con un libro.

Nos miramos. La mirada fue tan rápida, tan fulminante, como un tiro. Pero a pesar de su brevedad no pareció larga, lenta, incontable. Y ocurrió también un fenómeno curioso: antes de acabarse aquella mirada brevísima nos pareció que habíamos estado juntos innumerables días. Nos conocíamos en todo lo ancho y profundo de nuestras personalidades. Reconocíamos mutuamente la seguridad de una completa identificación. Estábamos, antes de acabarse aquella mirada, en la situación de dos amigos de la infancia o de dos esposos para quienes todo lo íntimo es familiar y resobado.

Está de más que lo diga: el hombre con quien crucé la mirada era <<él>>.

Era Rossi, el suizo que había vivido en Argentina. Era aquel ser fantástico del cual tuve tan extrañas referencias y cuyo nombre me venía persiguiendo como una sombra. Aquel que se convirtió en una preocupación para mí, y que parecía burlarse de mí, escapar, esfumarse caprichosamente lo mismo que una sombra. No necesité concentrar mi atención ni someterle a un examen prolijo. ¿Para qué? Su personalidad externa e interna se me presentó de una vez, toda entera, en una síntesis terminante. Le conocí totalmente. Pero, ¿no sería mejor asegurar que le <<reconocí>>?...

Nos parecíamos uno y otro como dos gotas de agua. Pero el parecido era sumamente extraño. Dos hermanos, por ejemplo, se parecen alguna vez hasta un punto desconcertante. Pero ese parecido fraternal deja siempre un margen diferenciador; si no es el matiz de los ojos, es algún detalle del color o del gesto, algo imprevisto que viene a separar a las dos personas y a poner entre ellas un elemento extraño. Rossi y yo nos parecíamos de otro modo. Si se nos hubiera metido y analizado con escrupulosidad, acaso nos hubieran encontrado diferencias materiales, ya en la estatura, ya en la longitud de la nariz, ya en otro cualquier detalle. Pero el aire personal, o sea la atmósfera que rodea al individuo, era en nosotros idéntico. Sentía al verle la impresión que me produce mi imagen en el espejo. En una palabra, era otro <<yo>>.

Primeramente me sugirió el encuentro un movimiento de franca simpatía. Pero yo deduzco ahora, cuando examino mis recuerdos, que aquella simpatía nació antes de que hubiera lugar a la reflexión; fue el movimiento instintivo de mi naturaleza inconsciente, que, al encontrar su imagen misma, se lanzaba a ella a saludarla o, para decir mejor, a saludarse. También <<él>> sintió idéntico impulso; sorprendí con un ademán apenas esbozado a lanzarse en mis brazos, y su rostro claro se entreabrió en un principio de sonrisa. Pero el empleado dio la orden, el tren arrancaba ya, y Rossi se apresuró a escalar su compartimento. Todo esto fue rápido; aquella escena culminante de mi vida transcurrió en menos tiempo del que empleo en contarlo.

Yo no aparté los ojos del tren que huía; tenía la seguridad de que Rossi había de asomarse a la ventana de su vagón. Se asomó, efectivamente, con todo el busto fuera, con sus dos ojos clavados en los míos. Y entonces sentí una impresión diametralmente opuesta a la anterior…

Me puse a temblar como un estúpido, mientras el férreo convoy doblaba una curva y desaparecía. Lo que ahora sentía era odio, pero un odio repentino, irracional. Además, la categoría de aquel odio me alarmaba, porque era un aborrecimiento feo, siniestro, de esos que preceden al crimen. Nunca hubiese pensado que existiese en nuestras honduras psicológicas tales rincones imprevistos; sin duda nuestra naturaleza lo contiene todo, y las proporciones benéficas y maléficas se encuentran distribuidas en cada individuo. El bien y el mal reside en todos los seres: sólo habrá, acaso, diferencia de grados, en forma que sobre el individuo normal las partes benéficas adquirirán enorme desarrollo, mientras que las partes maléficas se mantendrán reducidas y atrofiadas.

Un odio malsano se despertó en mí contra aquel hombre que me <<robaba>> la personalidad. Nos han educado en la escuela del individualismo, y cada ser humano se considera en eslabón autónomo de la cadena que principia y acaba en la eternidad. No sé si los budistas orientales tienen otro sentido de la personalidad, si su panteísmo y su metempsicosis les permite considerarse como partes fluctuantes y aleatorias del gran Todo; nosotros, los accidentales, hemos convenido en que cada hombre tiene un alma y un destino particulares, y que todo ser humano es autónomo e inconfundible. Somos, pues, naturalmente egoístas. Y era mi egoísmo el que se rebelaba contra la idea de formar un doble <<yo>>.

¿Por qué se atravesó aquel hombre en mi camino? ¿Por qué me había robado mi personalidad? Yo no me pertenecía todo entero: otro hombre participaba de mi persona. Sentíame desdoblado en dos. Me obsesionaba la idea de que no era yo solo, sino que era dos. Andaba por el mundo otro ser que tenía derecho a usar de mi personalidad. Yo no me pertenecía, por consiguiente. Y ese desdoblamiento de mi <<yo>> me irritaba, me llenaba de impaciencia y de odio. Algunas noches de fatiga nerviosa llegué a delirar; me imaginaba como diluido en un éter imponderable, y cuando trataba de coordinar los componentes de mi ser, veía la imagen del otro, y entonces me consideraba perdido: ¡yo no era un yo absoluto, como las demás personas, sino un semiyo! ¡Una especie de subhombre! ¡Un socio comandatario de la firma de Rossi y Compañía!... Le aborrecí con toda la fuerza de mi alma.

Este odio insano hubiera sido causa de grandes males si no llegara a acudir la fortuna en mi favor. Pasados algunos meses, tropecé en Buenos Aires con el señor que era, a la vez, amigo mío y de Rossi. Nos saludamos. Conteniendo mi impaciencia detrás de una sonrisa indiferente le pregunté:

—¿Qué sabe usted de Rossi?...

—Murió.

—¿Cuándo, dónde?...

—No se saben ciertos detalles; era un hombre bastante extraño, y todo lo que a él se refiere guarda una apariencia fantástica. Pero es indudable que murió en Suiza. ¡Pobre Rossi! Tenía un gran corazón.

Esta última frase, que venía a representar el sentido de un epitafio, resonó en mi alma siniestramente. La hora final suele ser aduladora; si en vida se nos arranca el pellejo, por lo menos hay piadosa costumbre de despedirnos benévolamente. La hora de las alabanzas le llega a todo miserable, y nadie se marcha sin un epitafio cortés: <<Tenía un gran corazón…>>

Pero esta frase, que humanamente debía despertar en mí el respeto, despertó, al contrario, una alegría torva, una alegría malsana y criminal. ¡Ya estaba libre de mi enemigo! ¡Ya estaba solo en el mundo! ¡Me pertenecía todo entero! ¡Había, pues, conquistado mi personalidad!

La idea de pertenecerme todo entero, de haber reconquistado la integridad de mi <<yo>>, ocasionaba en el fondo de mi alma aquella alegría feroz. Una alegría salvaje, inculta, proterva, impudorosa, cínica. Si las cosas de dentro proceden como las cosas externas, en aquel momento mi alma debía estar riendo a carcajadas. ¡Libre, completamente libre!... Me veía libre de la dependencia del <<otro>>, de la colaboración del <<otro>>. La Sociedad Rossi y Compañía se había disuelto. Lo más estimable, que es la autonomía personal, estaba reconquistado.

Pasado el primer momento de inconsciencia, cuando los instintos irreflexivos y bárbaros se amortiguaron, nació en mi conciencia el remordimiento. Me sentí tan asesino como el último salvaje asesina a su rival en la revuelta de una encrucijada.

No le había matado materialmente; la sangre no se veía, ni el asesino merecía llevarse ante un tribunal; pero el crimen estaba evidente. Toda mi voluntad, en un momento de tensión íntima, había sido arrastrada contra Rossi. Alegrarse de una muerte, con la intensidad que yo puse en mi alegría, es lo mismo que consumar esa muerte. Y por eso vino luego la reacción, y esto explica la inmensidad de mi remordimiento inmediato…

Debí de ponerme lívido, porque mi confidente exclamó:

—¿De veras le ha afectado la muerte de Rossi?

—Es natural que sí —dije disimuladamente—; después de todo, se trata de un hermano ideal. ¡Pobre Rossi!...

Y estas dos últimas palabras representaron en mi boca la ofrenda que mi conciencia dolorida mandaba al cadáver de aquel a quien yo asesiné mentalmente.

LFA

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La Flor Azul

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