
Liliana Colanzi. El viaje: ¿escapatoria o repliegue?

Por Carla Di Palma y Virginia Tello - Colaboradoras
La obra de Liliana Colanzi Nuestro mundo muerto contiene nueve relatos cuyos modos de abordar lo fantástico es, al menos, inquietante: puede gustar más o menos, resultar maravilloso o provocar un incómodo extrañamiento. En ninguno de los casos, sin embargo, dejarán de interpelar al lector. A través de sus páginas, que juegan con lo sobrenatural, la ciencia ficción y lo fantástico, somos protagonistas del quiebre que se produce sobre lo real, principalmente a partir de ciertas experiencias de sus personajes que violentan la normalidad social. Al ingresar en la lectura de estas historias (en particular de "Nuestro mundo muerto" y "La ola", dos de las producciones que integran la obra), da la sensación de que nos disgregamos, nos sometemos a esos desiertos que describe. Como si las protagonistas de ambos relatos dieran cuerda a un reloj que no sincroniza ni tiempos ni espacios, nos propongan transitar un jet lag permanente, donde se revele imposible ajustar las tuercas de lo cotidiano.
Estas narraciones habilitan canales ambiguos, y es en ese desdoblamiento donde habita la potencia de su narrativa. Se muestran como representaciones de la huida (el viaje como método y excusa para escaparse hacia un nosequé). Pero esa huida conduce a una escapatoria por laberintos caóticos, cuyas señales difusas no harán sino proponernos recorrer nuestros peores rastros. Es decir, una huida que es también un adentrarse.
Entonces, cabe la pregunta: el viaje, ¿es una escapatoria hacia dónde?
Las historias son revulsivas; las protagonistas buscan dentro suyo una respuesta, desarrollan e intentan descifrar en un pasado las claves de su presente. Entonces esa huida puede leerse en clave de búsqueda, un deseo por habitarse a ellas mismas. La huida, ese acto de irse de un lugar, se amalgama y se funde con su contrario. Porque en Colanzi, la única huida posible representa un repliegue.
El tópico literario del viaje fue siempre un dispositivo para que el narrador (¿y lector?) pudiera fugarse de su presente, cuestionarlo, descubrirse, crecer. El viaje es sinónimo del aprendizaje. En los relatos de Colanzi, el viaje es aquello que organiza la narrativa, el hilo con que el tapiz de la trama está construido. Pero subyace a su alrededor otro tipo de aventura, introspectiva ahora, de descubrimiento (o búsqueda) personal que es contrario a la “progresividad” del cuento.
Así, en "Nuestro mundo muerto", principalmente, la acción se realiza después de un viaje a Marte, lugar desde el cual la narradora desplegará los recuerdos de su vida pasada en la Tierra. A través del flash back podemos observar que son personajes que se alejan de un mundo para encontrar una solución a sus heridas y a sus malas experiencias en otro, pero no lo logran. El viaje, así visto y hasta aquí, es utilizado como método de escapatoria. Así lo confirma la propia protagonista, cuando a partir de su enojo toma la decisión de irse: “Tommy y yo vimos la noticia de Choque en la pantalla del bar de Igor: anunciaron la primera baja de un colono en Marte y bautizaron una estrella de la galaxia Magallanes con su nombre. Lo recordaba bien porque esa noche peleé con Tommy y regresé caminando en medio del bosque inundado por la nieve, y fue en el despecho de esa caminata solitaria que consideré por primera vez la posibilidad de anotarme en la Lotería Marciana”. O cuando se dilucida otro motivo, más potente aún, que determina esa huida: la muerte de su hijo. Un hijo abortado por miedo a que la radiación a que la madre había sido expuesta lo haga víctima de alguna deformación escabrosa: “No voy a tener un niño-pez, Tommy. No puedo. Eso no. (...) ¿Y si tenemos un monstruo? ¿Un niño con dos cabezas?”.
Pero esa es solamente la historia uno, aquella que se deja ver en la superficie de los buenos cuentos. La otra, la que se mantiene oculta y latente es la historia del trauma como un territorio hostil. En reiterados momentos, da la sensación de algo que las persigue, como el temor en cada ida al baño nocturna cuando se es niño, la posibilidad de ir a cualquier lado -incluso a otro planeta- pero sin la suerte, la eficacia del olvido.
El mecanismo del vivir atadas a la memoria, a los desgajes del inconsciente, como una letra en estilo itálico que se cuela en cada momento; percibir con frialdad los movimientos del exterior que suceden mientras no podemos ocultar lo que en el interior nos quema. Algo que nos desespera, una nueva ruina que nos estremece. Un espejismo que nos recuerda la irresolución de la escapada, del viaje revulsivo, que nos devuelve al origen, en busca de “un asidero para no caer, para no caer al cielo.” Irse, pero permanecer.
La obra de Liliana Colanzi parece sugerirnos que el viaje siempre es replegarse, pues el aprendizaje no es algo dado en la progresividad del tiempo. Y que el exilio es sólo un momento de incertidumbre donde nos liberamos de las ataduras mundanas a costa de llevar con nosotros, por siempre, donde sea que vayamos, el peso de nuestro mundo muerto.