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"Nuestro mundo muerto" - Liliana Colanzi (2016) 
Relato y análisis

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Nuestro mundo muerto

 

¡La aventura más grande desde el

descubrimiento de América!

ESLOGAN DE LA LOTERÍA MARCIANA

 

1.

Un año después de mi relocalización, Tommy escribió para contarme que estaba saliendo con alguien y que iba a tener un hijo. Era un mensaje breve que aún destilaba los restos del antiguo rencor: “Te pido que ya no me escribás más. Hacé tu vida, yo ya hice la mía. Fuiste vos la que se fue. Tommy”. Apagué el monitor y sentí en los huesos la inmensa soledad del planeta. Miré la cámara de seguridad que daba al exterior: la bandera azul de la Lotería Marciana flameaba sobre kilómetros de dunas ocres en las que nada estaba vivo, un desierto silencioso que respiraba en tu cuello, deseoso de matarte. Por primera vez asumí que el viaje había sido una misión suicida, motivada por la rabia.

 

Tommy va a tener un hijo, me dije varias veces, y con cada repetición caía un poco más en esa atmósfera tan leve, casi ingrávida. Todas las células del cuerpo eran conscientes del vacío. Tommy iba a tener un hijo con otra mujer y yo estaba estancada en un planeta estéril con un contrato de por vida con la Lotería Marciana.

 

Sentí mi cuerpo diluirse, los ojos anegados. El bosque, las ramas de los pinos cuarteadas por la luz y Tommy avanzando entre la bruma. Al fondo, al fondo, la casita, el olor a leña y eucalipto. Y el sombrero. Afuera unos diablos de polvo cruzaron el desierto, temibles torbellinos en estampida. Deseé poder estar dentro de uno de ellos, deseé convertirme en animal. Mi pulsera se encendió con un mensaje de Zukofsky: había detectado frecuencias cerca de un cráter y quería hacer un reconocimiento.

 

Temblando, me vestí para salir.

 

2.

Conducía el rover bajo un cielo mercurial, sin nubes. Íbamos dejando atrás planicies salpicadas de artefactos averiados, sondas agonizantes que intentaban comunicarse con la Tierra, desechos de los chinos, indios, rusos y americanos.

Un vertedero de aparatos obsoletos que peinaron ese suelo mucho antes de la primera relocalización. Zukofsky mencionó un electromagnetismo extraño en los alrededores que podía indicar la presencia de actividad volcánica. ¿O de vida extraterrestre?, sugirió Pip desde el asiento de atrás, en broma. Pero no reímos: Zukofsky andaba de un humor volátil desde que el escándalo de Choque había estallado en los medios de comunicación, y yo me rebelaba contra ese bebé que me expulsaba definitivamente de la Tierra. Que se muera. Que se muera. Dios, que se muera. Matalo.

 

En eso un ciervo saltó en medio del camino y me miró con ojos suplicantes. ¡Un ciervo en pleno Marte! Dorado, como los de los Urales, de esos que saltaban en medio de la carretera cuando Tommy y yo íbamos en la moto a la feria anual de Irbit, al inicio del verano, en tiempos más felices. Mirka, dice, y yo me aferro a su cintura y aspiro, profundo, el olor ácido de su nuca: la carretera pasa y el viento me duele en las mejillas. La mirada del ciervo me perforó. No había visto un animal en tanto tiempo, ninguna cosa viva. ¡Bienvenidos a la feria anual de la motocicleta! Pruebe nuestro delicioso pan de jengibre y los fragantes blinis de nata y salmón. ¡Chamarras de piel de zorro de Siberia! Las siete fumadas poderosas de Petra Plevkova amarran para siempre a la persona amada. Frené en seco. Las llantas del rover patinaron sobre el peñasco y el vehículo se inclinó como un barco borracho entre las rocas, al borde de una pendiente. Fuimos arrojados en varias direcciones, absorbidos hacia el centro de un remolino de polvo color bronce. Zukofsky gritó; gritó Pip. No sé si grité yo. Cuando todo terminó, Pip se quejaba en el asiento de atrás y Zukofsky me miraba con ojos desorbitados.

 

¿Vieron...?, empecé a decir, pero Zukofsky, furioso, gritaba “¿vieron qué, loca de mierda, vieron qué?”. Busqué al ciervo entre las dunas: nada se movía en el desierto. Y sin embargo no pude sacudirme la sensación de que algo nos observaba.

 

3.

¿No estarás pelando cable?, susurró Pip en el vestidor, mientras nos poníamos los trajes para salir una vez más al antagonismo del desierto. El ciervo estaba ahí, insistí. ¿Estaba, Mirka, de verdad? Cerca de nosotros, Ericka, Carlitos y Tang Lin hacían apuestas sobre quién iba a ganar el campeonato de rugby, si los Old Blacks o los Coyotes del Norte. Me deprimían esas conversaciones, lo mismo que las referencias a los pequeños placeres de nuestra antigua vida: el asado, los paseos en bicicleta o las bañeras de agua caliente; cada uno de nosotros, a su manera, seguía orbitando la Tierra.

 

Éramos satélites girando eternamente alrededor de lo perdido. Encontramos arándanos y los comemos hasta saciarnos. Tommy eructa. Una hormiga me pica en el brazo y la aplasto con la mano. Gotas de agua empiezan a motear las hojas. La sombra pasa entre los árboles haciendo crujir las ramas. Tommy escucha, alerta. Yo no vi nada, dijo Pip, en tono preocupado. Además, Mirka, en serio, ¿un ciervo en Marte?

 

Aún tenía el corazón y la cabeza desbocados. Habíamos estado a punto de morir esa mañana, en otro mundo, por culpa de aquel ciervo. Y sin embargo estaba viva. Me dije: estoy viva y me distrajo un espejismo en el desierto. Eso era todo. Pero algo en la persistencia de Pip y en su mirada me irritaban, escarbaban en lugares peligrosos. Apunta y dispara. El sonido del rifle reverbera en el bosque. Está muerto, ahí, detrás de los árboles. Destripamos al alce con cuchillos cazadores. Tommy le abre el pecho y extrae el corazón caliente, que pulsa todavía.

 

Quería volver a mi celda y llenarme de pastillas, de las que hacen soñar con figuras geométricas relajantes. O meterme en la cabina de masajes. Pero todavía teníamos que colocar los malditos paneles solares allá afuera. La nave de la Lotería Marciana ya había zarpado hacia Marte y necesitábamos producir energía para los nuevos colonos que estaban en camino. Un año y medio atrás yo había sido una de ellos, un animal nadando en la negrura cósmica, cada vez más apartada de la Tierra. Metí los brazos dentro del traje aparatoso, destinado a conservarme con vida en el aire irrespirable del desierto. Una cerca de alambre.

 

Un letrero oxidado. PROHIBIDO EL PASO. Aquí fue la explosión. Trepamos la cerca.

La planta nuclear abandonada. Hay nidos de cigüeña en el techo, cristales rotos, madreselvas trepando por las paredes. La foto de un niño sobre un escritorio polvoriento. Las moras crecen por todos lados, se ven jugosas. Arranco una y me la llevo a la boca. Tommy la hace volar de un manotazo. Están contaminadas, dice. Todo está contaminado.

Choque también veía cosas raras, dijo Pip, mirando hacia los lados, temeroso de que nos escucharan los otros compañeros.

¿Qué?

Cuando se volvió loco.

 

Choque, el botánico de la colonia. El encargado del huerto que escapó. Lo encontraron junto al cráter, el casco entre las manos, congelado y con los ojos bien abiertos hacia el horizonte púrpura. La Lotería Marciana aún no se recuperaba de la mala publicidad que le había traído el caso. Mintieron: dijeron que Choque murió héroe, accidentado en una misión al aire libre. ¿Vas a bañarte?, dice Tommy.

 

Tiene la camisa empapada de la sangre oscura del alce. Se desnuda. La espalda grande, la vieja cicatriz en el cuello, de cuando le extrajeron la tiroides. Se lanza al río. ¡Plaf! Al rato saca la cabeza, ríe. Vení, me llama. Llueve. Empieza a hacer frío. Permanezco en el muelle, callada, pensativa. Tommy y yo vimos la noticia de Choque en la pantalla del bar de Igor: anunciaron la primera baja de un colono en Marte y bautizaron una estrella de la galaxia Magallanes con su nombre. Lo recordaba bien porque esa noche peleé con Tommy y regresé caminando en medio del bosque inundado por la nieve, y fue en el despecho de esa caminata solitaria que consideré por primera vez la posibilidad de anotarme en la Lotería Marciana. Tiempo después la verdad de lo ocurrido con Choque –si es que tal cosa era posible– se hizo pública, pero ya era tarde para mí. Todo eso –el bosque, Tommy, la vida en los Urales– era un fulgor dañino, incandescente, al que no quería renunciar. Tengo algo qué decirte, Tommy. Me besa. Es importante.

 

Me besa una y otra vez. En serio, Tommy, tenemos que hablar. Estoy embarazada.

Vos qué sabés lo que me pasa, dejame en paz, le dije a Pip, mareada, a punto de llorar. Imbécil. No debí haberte contado nada. Lo siento, dijo él, avergonzado, y me buscó los ojos: era irremediablemente feo, con esa nariz bulbosa y los dientes amarillos. ¿Puedo decirte algo, Mirka? Su fealdad se hacía borrosa, desenfocada, a través de mis lágrimas. Me gustas, dijo, y se encajó la escafandra para enfrentar al desierto.

 

4.

Estamos cocinando. Tocan la puerta. Son hombres del programa espacial, imponentes dentro de sus uniformes. Buscamos voluntarios, dicen. Exámenes médicos, dicen. Gente que haya estado expuesta a la radiación toda su vida y sea inmune a sus efectos, dicen. Viajar a Marte, dicen. Tommy y yo nos miramos.

 

Comandados por Zukofsky, nos dirigíamos a pie al ala norte para instalar los paneles solares en el techo de la colonia. Carlitos y Tang Lin iban delante, contando chistes misóginos que Ericka festejaba a carcajadas (“¿Cuánto pesa el cerebro de una rubia en el espacio? Igual que en la Tierra: nada”), mientras Pip se quedaba rezagado a propósito para vigilarme. Aunque llevaba ya un tiempo allí, yo todavía no superaba el terror de salir al Afuera sin otra protección que el traje.

 

El rover, al menos, hacía de coraza entre nosotros y esa atmósfera letal. En cambio, avanzar desde la esclusa de aire a la intemperie marciana equivalía a saltar en el vacío. No sé qué decir, Mirka, ¿estás segura?

 

A pesar del revestimiento de nylon y neopreno del traje y del sol anémico brillando arriba, los huesos registraban la presencia del frío. La carne se aferraba asustada a su temperatura, ayudada por el traje, pero el hueso... el hueso lo sabía.

 

Estábamos tan lejos del sol. Gloria, dicen los hombres. Patria, dicen. Historia, dicen.

Antes de irse, nos entregan un panfleto de la Lotería Marciana: ¡La aventura más grande después del descubrimiento de América!

 

Di un paso después de otro en el Afuera, percibiendo cómo me desintegraba. Dentro de la colonia fingíamos cierta normalidad, llenábamos el día con partidas de ping pong, juegos de mesa y ejercicios. Pero el desierto nos confrontaba con el Gran Sinsentido de nuestra condición. Kilómetros y kilómetros de páramo, un paisaje herrumbroso en el que a veces destellaban las vetas plateadas de las rocas y de los volcanes muertos. El cuerpo era absorbido –destruido– por esa indiferencia. ¿Qué vamos a hacer?, le digo. No me mira. Es el fin del verano, las hojas del alerce están mutando a un amarillo intenso. Voy a salir un rato, dice Tommy. El rugido de la moto. Lo espero despierta hasta muy tarde, pero no viene a dormir.

 

Mirka, dijo Zukofsky, y su voz chillona y antipática retumbó dentro del casco como si me estuviera gritando al oído. ¿Qué hacés parada ahí, mujer? ¿Tenemos todo el día?

 

Me había quedado de pie en el techo de la colonia, inmóvil, con el panel entre las manos. Vi que Pip se daba vuelta y me miraba entre solícito y consternado. Levanté el pulgar derecho para hacerle saber que todo estaba bien. ¿Estaba? Él creía en la misión, creía en donar su vida para la conquista de otros mundos. Un idealista, o un estúpido. Unos meses antes le habían detectado un cáncer de piel, resultado de la radiación. ¿Y si tenemos un monstruo? ¿Un niño con dos cabezas? ¿Un niño-pez? Como el de Darya, con aletas en lugar de brazos y piernas. O el chico de Ivan Ivanovich, el que nació con el corazón fuera del pecho. ¿Has pensado en eso? Claro que lo he pensado. Todo el tiempo pienso en eso. En la colonia no había equipos de radioterapia, y sin embargo Pip seguía cumpliendo sus funciones sin quejarse ni una sola vez. Choque, en cambio, sucumbió. Un día se encerró en su celda, rodeado de explosivos que él mismo había fabricado con el abono para el huerto, y amenazó con volar la colonia si no lo repatriaban a la Tierra. Horas más tarde, después de que el Presidente le asegurara que una nave partiría en su búsqueda, Choque salió al desierto y se mató. No voy a tener un niño-pez, Tommy. No puedo. Eso no. No dejaba de ser irónico que la única forma de regresar a la Tierra fuera hecho cadáver.

 

Ya en el techo, Pip terminó de instalar su panel solar y se acercó a ayudarme con el mío, moviéndose con dificultad dentro del pesado traje. En poco tiempo consiguió fijar el panel a los soportes del techo. Me irritaba su permanente buena onda, la ingenuidad con que hacía suyo el discurso de la Lotería Marciana, pero en todo caso era mejor tenerlo cerca y ayudando. Levanté la vista para agradecerle. Entonces, por encima de su hombro, lo vi. El enorme pez prehistórico emergió de la superficie marciana y trazó un arco de varios metros en el aire antes de volver a zambullirse en el desierto.

 

5. 

Cogeme, le dije esa noche a Pip cuando entró a mi celda y me encontró vestida apenas con la bata. La cámara exterior mostraba las dos lunas deformes alzadas en el cielo nítido y la Tierra parpadeando a cien millones de kilómetros. Nunca íbamos a regresar. Nunca iba a volver a ver a Tommy. ¿Qué hiciste? La bata resbaló y cayó a mis pies. Pip me miraba atónito, los ojos brillantes en el rostro demacrado. Calambres. Duele, duele, duele. Una contracción, y luego otra, y otra más. Hasta que dejo de contar. ¿Qué mierda te metiste?, dice Tommy. Camina de un lado a otro.

 

No estás bien, dijo Pip, pero sus ojos se clavaron en mi cuerpo. Avancé hacia él en la luz tenue de la celda. No estás bien, repitió mientras se iba quitando el uniforme. Creo que me voy a morir, Tommy. ¿Qué mierda te metiste? Desnudo era incluso más ridículo, tan delgado, con la piel casi transparente y el tatuaje de una medusa en el antebrazo. El cáncer se lo estaba comiendo. Con la última contracción cae al inodoro. Es un coágulo. Lo levanto y lo llevo a la cocina. En diez años ninguno de los dos estaría vivo. Quizás ni siquiera en cinco. El cuerpo se iba disolviendo poco a poco en el ambiente marciano, roído por el cáncer y la osteoporosis. Y también la mente.

 

No buscamos los preservativos. Pip despedía un olor rancio pero lo abracé sobreponiéndome a la repulsión. Sobre la mesa de la cocina aparto la masa sangrienta con un tenedor hasta llegar al bultito duro, translúcido. Tiene todo lo que debe tener. Brazos. Piernas. Dedos. Incluso pestañitas. Frotó su pene contra mi muslo, cerré los ojos y quise concentrarme en imágenes queridas, montañas nevadas de un blanco iridiscente. Pero en cambio pensé en Choque, lo imaginé corriendo en esa planicie desolada. ¿Hacia dónde quería huir? ¿Y por qué se había quitado el casco? No debió haber aguantado ni cinco minutos antes de que sus órganos empezaran a romperse. Una muerte rápida y dolorosa en extremo.

 

Pip gruñó y arremetió ciegamente, pero él tampoco estaba bien. No se le paraba. La tenía muerta. Él, sin embargo, no iba a darse por vencido. Porque si te dabas por vencido, el desierto te tragaba con su boca antigua e insaciable, como le sucedió a Choque. Pip lo sabía muy bien, por eso seguía frotando su pija blanda contra mí. Haceme un hijo, le susurré al oído, y vi a nuestro hijo chapoteando en un océano precámbrico. Estuve siete meses flotando en el vientre del espacio. Haceme un hijo, exigí, mientras Pip embestía una y otra vez con ese pene flácido y el bosque se abría ante mis ojos, y yo sentí los dedos arañando la tierra, en súbito arrebato de terror, buscando un asidero para no caer, para no caer al cielo.

LFA

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La Flor Azul

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