
"Los suicidas" - Alberto R. Suárez (2016)
Relato y análisis
Los suicidas
La vieja casona Doctor Juan Menéndez, de aire señorial, mantiene aun la fachada intacta. A orillas del descolorido boulevard, ocupa un lugar significativo en el pueblo, imponiéndose a la comisaría, al discreto shopping y hasta a la iglesia, que no son sino construcciones resquebrajadas y ya obsoletas. Como el resto de las casas, bares y almacenes, también las viejas estructuras municipales descansan en una agónica quietud, como devoradas por el tiempo, como si algo las hubiese detenido para siempre en un instante. Las calles en donde alguna vez caminaron los habitantes del pueblo son ahora ríos de aire, polvo y hojarasca; sus edificios, habitaciones vacías sólo animadas por el recuerdo.
Sin embargo ese recuerdo se va extinguiendo también. Apenas se refugia en un montoncito de gente apilada ahora en el hall de la casona Menéndez; figuras deambulantes, de aire fúnebre, que dan vueltas alrededor de sus pilares y descascaradas paredes. Son los únicos habitantes del pueblo que aun quedan, y en ellos perdura el vano deseo de verlo revivir. Aquellas siluetas recortadas bajo las sombras del interior se mueven de un lado a otro, con una calma indolente, siniestra. En contadas ocasiones apresuran el paso con un impulso frenético, seguido de un súbito alto. Luego, como si nada, retoman su vagabundeo por esos pasillos resilientes. Recién al caer la tarde salen a transitar las calles del pueblo, siempre con el mismo destino: a veces, el avaro resplandor de la luna ayuda a descifrar a aquellos caminantes incansables que peregrinan en completo silencio hacia la olvidada estación de tren, cuyas vías hace tiempo conducen hacia la nada y el polvo.
Sólo unos pocos deciden ignorar esa fatalidad, y anclados en el viejo edificio, habitan el pabellón de suicidas de la casona Menéndez. Se niegan a abandonar el pueblo sin trenes; no comprenden, tal vez no pueden comprender esos románticos suicidas, que el ferrocarril ha suspendido su recorrido, y noche tras noche se asoman, con esperanza tenaz, a las oxidadas vías, anhelando ver la locomotora que acabe con sus angustias y sufrimientos.
Disfrazados de oscuridad, los del pabellón de suicidas repiten el ritual todas las noches, esperando aquella máquina salvadora. Pero nada, el tren no aparece, y los suicidas de aquel pueblo muerto se vuelven caminando, despacito, encorvados de tristeza, hacia la vieja casona Menéndez. La ausencia del ferrocarril alarga la espera, que es otro tipo de muerte, aunque lenta, desoladora, ordinaria. Suicidas de pueblitos vecinos llegan cada tanto a sumarse. Algunos por la Ruta 40, a través de caminos que solo ellos descubren; otros vadean con éxito las negras y frías aguas de la laguna cercana. Están aquellos que se animan incluso a cruzar el Salado a pie. Todos ellos con el mismo problema, con la misma trágica ausencia.
A medida que pasa el tiempo, el pueblo va tomando tintes de leyenda. Algunos dicen que la casona Menéndez nunca existió, otros, que no tenía pabellón de suicidas. Hay quienes afirman que es un pueblo abandonado y que la de los suicidas es una historia para asustar a los pibes de los alrededores. Todos, sin embargo, están de acuerdo en algo: que ya no hay forma de llegar ahí, y que los suicidas, si los hay, se han adueñado del pueblo, donde esperan que la vuelta del ferrocarril los libere.

Es sabido que el tema del muerto vivo, mejor dicho de aquello que no puede morir, es recurrente en la literatura universal de lo fantástico. Esta aseveración se puede sustentar simplemente exponiendo una larga lista de títulos de las más célebres obras y autores que abordaron el género.
Sin embargo, también es justo inferir, que en todos o en casi todos esos textos, el tema adquiere marcas distintivas propias, tanto por pericia del autor como por las posibilidades de reescritura inmanentes en el tema. Esta condición, conjugada con técnicas, formas narrativas y la poderosa herramienta de los fantástico, convierten al universo del muerto vivo en una fuente inagotable para la literatura.
Alberto R. Suárez, en su cuento Los suicidas, publicado en 2016, retoma este tema largamente trabajado para construir una nueva configuración.
Aquí no se presenta al zombi como la figura arquetípica, no. Es en esas figuras que caminan por el pueblo buscando el suicidio, y hacia los bordes de la historia, desde donde se desliza la real evidencia de lo que se extingue. Lo que ofrece la posibilidad de lo no muerto es, al contrario, lo que supone el marco del cuento, la cáscara que contiene las intenciones de esas personas que deambulan por las calles cual caminantes buscando la esperanza del final.
La idea de la paulatina muerte del ferrocarril argentino, como hecho histórico catastrófico que sumió a cientos de pueblos a su muerte, es la argamasa con la que trabaja el autor para, una vez más, refrescar la narrativa del muerto viviente. El foco aquí no son los cuerpos deambulantes, ellos son la resistencia del verdadero no muerto, del verdadero zombie que, como entidad incorpórea, se arrastra por el paisaje del texto.
Todo muerto vivo requiere de cierta contingencia mágica o científica para perdurar: Poe, en La verdad sobre el caso del señor Valdemar, propone a la hipnosis como motor de esa posibilidad; W.W. Jacobs en su notable La pata de mono, utiliza el elemento mágico; Lovecraft, en Herbert West, reanimador, lo hace posible a través de un componente químico.
Aquí, Alberto R. Suárez, lo hace con un material, acaso novedoso, pues teje su posibilidad fantástica desde lo político como una entidad mágica capaz de sumir a los pueblos en meros deambuladores, en verdaderos muertos vivientes, que subsisten por facultad de aquellos que en algún momento les dieron vida plena: los residuos de memoria de los pobladores que todavía se arrastran por sus calles como imagen espectral, como resistencia. Eso es, lo que en definitiva, les confiere la posibilidad del muerto vivo.